El manejo de los sentimientos siempre ha sido una de las tareas más delicadas que los seres humanos podamos hacer. Siendo, en la doctrina clásica, mucho más importantes las llamadas potencias del alma, la razón y la voluntad, y por tanto de mayor exigencia de cuidado y atención, es sin embargo la vida emotiva, la vida afectiva la que más nos solicita y reclama cuidado al ponerla entre manos. Ya lo dice José Antonio Marina: "Nada nos interesa más que los sentimientos porque en ellos consiste la felicidad o la desdicha". Y a este mundo parecen apuntar los comportamientos de los aparatos del Estado responsables del tráfico hasta el punto de que a veces da la impresión de que cualquier desacuerdo, cualquier disidencia con la línea de pensamiento impuesta resulta una heterodoxia lamentable o, al menos, de mal gusto. Pero no es así en ningún caso.

¿Se puede hablar serenamente de que exista o haya una política de tráfico? ¿Una política con fines, metodología, presupuesto, instrumentos y coordinación pública? Difícilmente. Lo que uno descubre en cuanto analiza medidas y sistemas de tráfico es exclusivamente la represión, el escarmiento y el control. No parece que haya otra tarea que llevar a cabo ni otra actuación. Por supuesto que colateralmente se van mejorando algunos sistemas pero una política de Estado con todos los elementos necesarios para poder ser calificada como tal no se encuentra en el espacio público. Ni en los organismos centrales ni tampoco en lo que se llaman regiones periféricas del Estado. Lo único que está sobre la mesa es una coerción cada vez más intensa con el sujeto de la conducción por parte de la Administración general del Estado y una ausencia manifiesta por lo obvia de todos los demás poderes públicos como si no hubiese otras muchas cosas que hacer, que corregir, que proclamar, que legislar, que atender, que poner en orden. ¿Es que nadie ha caído todavía en la cuenta de en cuántas oportunidades se queda en la carretera todo el fin de semana la señal en amarillo de 20, o 30, o 40 kilómetros por obras? ¿Hay algún ejemplo más obvio de cosas que hay que rectificar y sin que el conductor sea el culpable?

Valgan dos ejemplos suficientemente significativos. El primero más inmediato: ¿ha habido alguna corporación local que, para estimular o facilitar la vida social de sus ciudadanos, haya tomado alguna iniciativa en relación a los medios de transporte que permitan volver a casa a quien se ha tomado una copa?

La segunda tiene un mayor contenido político y aquí sólo puede sugerirse. Ya se sabe que siempre que se habla de administración, y más aún de la Administración, los oyentes empiezan en el acto a bostezar y eso en el mejor de los casos y si no se enfadan. Incluso hace ya demasiado tiempo que muchos intelectuales consideran de bajo nivel teórico ocuparse de estudiar asuntos relacionados con este asunto. Pero no tienen razón porque la política es un lenguaje de terribles efectos sociales. Un ejemplo paradigmático de cómo decisiones aparentemente organizativas encierran dentro una concepción ideológica y política del más alto nivel es precisamente el tráfico: ¿para cuándo un ministerio de tráfico? Quienes conocen el funcionamiento de las administraciones saben que la única efectiva manera de coordinar una acción pública es implicar a todos los sectores afectados en una única tarea política, y eso se consigue en una mesa como la del Consejo de Ministros, donde están todos los protagonistas. Mientras tanto, mientras esto no se haga, cada parcela de la Administración irá por su lado con los desajustes que vivimos a cada rato.

Sorprendentemente es la primera vez que en el tráfico (en toda la Administración del Estado) se premia a los buenos aumentando los puntos. ¡Albricias, con todo lo que significa social y políticamente esa medida!

* Articulista