Este diario dio la noticia: Silvio Berlusconi ha regalado a sus invitados un libro, con cubierta de mármol, que pesa 25 kilos. Los beneficiarios son los representantes del G-8 que se preocupan por el calentamiento de la Tierra y por reducir las emisiones de dióxido de carbono.

Son 10 piezas trabajadas a mano, desde la cubierta escultórica hasta los brocados de hilo de oro y terciopelo.

Una auténtica berlusconada, en la línea de las monumentales fiestas que organiza. Pero lo de este libro escultura todavía es más pesado, en todos los sentidos. Cada uno de los ejemplares supera el límite de peso de un equipaje de avión, que es el medio que habrán usado los homenajeados para regresar a casa, y, además, plantea un problema: no se acaba nunca, al contrario de lo que ocurre con una gran fiesta. El regalo de objetos a conferenciantes, mecenas y otras personalidades más o menos importantes es una costumbre que quizá debería acabarse. Principalmente, porque el homenajeado ya no sabe, habitualmente, dónde ponerlos.

Un club de fútbol puede dedicar una sala a exhibir todas las copas que ha ganado, pero un ciudadano que no viva en un palacio no suele tener espacio en casa para acoger muchas placas, muchas esculturas o esculturillas, muchos platos decorativos. Los muebles y las paredes se encuentran en estado de saturación.

En algunos casos, la intención es buena. Se trata de mostrar agradecimiento al invitado y, al mismo tiempo, aprovechar la ocasión para dar a conocer la obra de un artista local u ofrecer un libro con muchas fotografías y papel de primera sobre la historia de aquella entidad o de aquel pueblo.

El destinatario del regalo puede ser un hombre del mundo de la cultura --normalmente con poco espacio libre en casa-- o un político o personaje importante que ya tiene un depósito, fuera de casa, para almacenar los obsequios. Los jefes de Estado y habitantes de palacios ya lo tienen resuelto. Si tuviésemos acceso a esos almacenes secretos, que han acumulado piezas durante años --o siglos--, quedaríamos deslumbrados y mareados.

Las iniciativas son de agradecer, especialmente si son modestas, por la voluntad que demuestran. De todas formas, creo que el mejor regalo es una longaniza, un queso o un vino de la tierra. Dan placer y se volatilizan.

Pero, claro, no me imagino a Berlusconi regalando una pizza a un alto cargo europeo, a no ser que sea una pizza de oro con incrustaciones de piedras preciosas.

* Periodista