Juan, el autor del cuarto evangelio, era al parecer el más joven de los apóstoles. Posiblemente no tenía más allá de 17 o 18 años cuando acompañaba a Jesús por las sinagogas de Galilea. Ya muy mayor, rondando los 80, tuvo una actividad literaria importante. Escribió el cuarto evangelio, tres cartas a las iglesias de Asia y el Apocalipsis.

Juan tenía una idea muy clavada en su mente. La misma frase la repite literalmente dos veces; y la idea que expresa esta frase es una especie de "leitmotiv" a lo largo de sus escritos. La frase a que me refiero es ésta: "A Dios nadie le ha visto jamás". La escribe en el evangelio (Jn 1 18) y en su primera carta (1Jn 4 12). Sin duda era un asunto que a Juan evidentemente le obsesionaba.

En esta perspectiva de su vida, ya retirado en Efeso (en la costa oeste de la actual Turquía), es cuando se dedica a escribir lo que podríamos llamar sus memorias. Es en ese escenario, donde hay que situar su afirmación: "A Dios nadie lo ha visto jamás, es Jesús quien nos lo ha contado".

Juan se está enfrentando a una mentalidad religiosa, con la que también había tropezado Jesús de Nazaret. Las religiones conciben a un Dios, definen a un Dios, codifican la Ley de Dios, y se la imponen a los hombres en nombre de Dios. En esta dialéctica de reducir a formulaciones lo infinito, se cae en auténticos absurdos. Como cuando Jesús tuvo que denunciar la tergiversación que se había hecho del precepto de atender a los padres ancianos, sustituyendo esta obligación humanitaria, por un donativo al Templo (Mt 15 4-6). En qué cabeza cabe que se pueda desatender la necesidad de una persona con la excusa de levantar edificios para Dios.

Este conflicto ideológico que se le había planteado a Jesús unos 65 años antes, es el que aborda Juan en el recuerdo de sus memorias. Las religiones construyen una imagen de Dios a la medida de sus deseos. Proyectan sobre Dios todo aquello que los hombres quisiéramos que fuese realidad, y que no lo es. Que no lo es unas veces por la propia ley de la naturaleza, otras por la oposición de grupos de poder adversarios. Pensamos que Dios hará que prosperen las cosechas y los ganados, que los viajes transcurran sin accidentes, que encontrará un puesto bien remunerado a los parados, que nos deparará éxito en los exámenes, que curará las enfermedades de familiares y amigos, dará la victoria militar a nuestros soldados. A ese Dios es preciso mantenerlo benévolo. Se le dedica el culto, y grandiosos edificios. Así es el Dios de las religiones. Ese Dios es el fundamento del orden establecido, presta parte de su divinidad a las instituciones de poder político, dotándolas de estabilidad y permanencia.

Esta era justamente la concepción de Dios con la que tantas veces tuvo que enfrentarse Jesús de Nazaret. Lo que Jesús contaba de su Padre, no coincide con ese Dios de las religiones.

El Dios de Jesús no tiene templo, no habita en el templo, está en las personas. Cuando se le preguntó cuál era el templo auténtico, si el de Jerusalén a donde acudían los judíos, o el de Garizim a donde acudían los samaritanos, él contestó que ninguno de los dos. Que a Dios no se le adora en el Templo sino en el espíritu y en la verdad (Jn 4 23). Dios no habita en edificios, habita en las personas (Jn 14 23). Jesús no dejó instituido ningún tipo de culto, de festividad. Simplemente dejó encargado que nos reuniéramos, en su recuerdo, a partir el pan juntos, como él lo solía hacer con los suyos.

Por todo ello el Dios del que Jesús nos habló no lo podemos imaginar. Lo tenemos que aprender. Tantas diferencias llegaron a percibir los apóstoles entre el Dios de que Jesús hablaba, y el que se dejaba traslucir en las enseñanzas de los sacerdotes de la época, que en cierta ocasión Felipe le dice, ya un tanto desconcertado: "Muéstranos al Padre" (Jn 14 8). La contestación fue clara y contundente: si me has visto a mí, conoces al Padre. Unos meses antes había dicho algo muy parecido en Cafarnaúm: al Padre no lo ha visto nadie, sino aquel que ha bajado del Padre (Jn 6 46).

Todas estas referencias son del mismo escritor, de Juan. Esta era su gran obsesión. El Dios de quien nos habló Jesús no es el Dios que nosotros podemos inventar, a partir de nuestra razón y nuestros deseos. Es un Dios que tenemos que aprender. Aprendizaje que discurre principalmente en el ámbito de la asimilación de los valores apreciados por Jesús, más que en la deducción lógica de razonamientos o o la proyección de deseos.

* Profesor jesuita