Al hilo del tan traído paro-huelga de los jueces, calificada por los medios de "histórica", y aprovechando la polvareda y la dialéctica, es el momento de efectuar una crítica honesta y realista a la situación que de forma endémica atraviesa la justicia, no tanto por el hecho de que sea el propio Poder Judicial el que levante la lanza, sino aprovechando la oportunidad que se brinda. Pero no desde la única perspectiva de miembros de colectivos implicados en la labor de impartirla (sea desde el vértice de la pirámide o desde la más modesta condición de los denominados "operadores jurídicos") sino desde la más amplia visión de la ciudadanía, usuaria, al fin de la justicia, que se define como un servicio público.

Se cuestiona la eficacia del sistema sobre la base de la escasez de medios, la obsolescencia de los que existen, la sobrecarga de trabajo y el exceso de responsabilidad. Se imputa al legislador la autoría del marasmo legal. Se argumenta que el Parlamento impone leyes que no son acompañadas de una dotación presupuestaria para ser puestas en práctica de una forma eficaz. Traducido en términos constitucionales, la garantía de tutela judicial efectiva se queda en el acceso a la justicia a trompicones, sin efectividad alguna y con tutor que no protege a sus pupilos.

El procedimiento judicial, que es el camino que hay que seguir para alcanzar el derecho que se ejercita, acaba asfixiándolo, de tal forma que el galimatías laberíntico de plazos, esperas, aportación de pruebas, etcétera, agota a cualquier ciudadano que pretenda alcanzar su razón o reivindicar su derecho. Por no hablar del caos de la justicia rápida, vendida como modernización del sistema, justicia tosca e improvisada. La justicia, su Administración, hoy por hoy sigue siendo un trabajo artesano y no precisamente fino, sino más bien tosco. Tal vez la mayor revolución cualitativa experimentada en la tramitación judicial ha sido la sustitución de la cuerda para coser el legajo por la grapadora, y el papel de calco por el ordenador y la impresora. Desde la más absoluta libertad de opinión, sin mentor que me dirija ni ganancia que obtener, creo que esta transgresión de los jueces ha sido oportuna. Y que la rebeldía legítima o legitimable es justa cuando está justificada. Y que el Poder Judicial es una cosa y los jueces son otra, y que los segundos entienden más de qué va la cosa que el primero, una entelequia al fin.

Pero hay mucho más que el ciudadano debe reivindicar, corrijo, que exigir. Propongo al lector un juego: situar frente a quienes reivindican un espejo que los refleje como simples ciudadanos sin toga. Ahora, el juez convertido en ciudadano que quiere ejercitar sus derechos encuentra objeciones políticas, presiones sociales, críticas feroces, acusaciones de avaricia, apoyos suaves como pétalos de rosa, autoconciencia de desgobierno.

Y lo que desde aquí se señala: se convierten en víctimas de la inseguridad jurídica. Ahora los jueces, intérpretes de la ley y soberanos en su aplicación, deben estar observando atónitos, como cualquier hijo de vecina, que no encuentran un cauce legal para canalizar el ejercicio del derecho que reivindican. Esa misma sensación de inseguridad es la que padecen los ciudadanos cuando tienen su primer, y casi seguramente último, encontronazo, si es voluntario, con la justicia. Nadie puede predecir que pasará con "su caso". Dependerá del momento legal, jurisprudencial, del Presupuesto del Estado, de la Autonomía, de la provincia, del pueblo, del reparto, del bolsillo, del juzgado, de los funcionarios, del contrario, del abogado propio y del del contrario, de su procurador, del juez de primera instancia, del fiscal, si lo hubiere, del perito si viniere al caso, de la Audiencia, del Tribunal Superior, del Supremo, del Constitucional, del Europeo y hasta de la madre que los parió. Literal... Como para predecir un resultado. Uno es seguro: la pérdida de la confianza en la justicia y en sus operadores.

*Abogada