Al igual que España, Brasil celebra estos días un bicentenario: el de la llegada a Río Janeiro --8 de marzo de 1808-- de la familia real portuguesa, huida de Lisboa en las últimas horas del noviembre anterior, como consecuencia de la invasión de las tropas francesas, auxiliadas --conviene no olvidarlo-- en número elevado por las enviadas por Madrid. Bien sabido es que, en la concepción imperante en las monarquías europeas, los principios e intereses dinásticos se sobreponían a cualesquiera otros como fundentes de la identidad patria. Sin embargo, tanto los núcleos dirigentes de la colonia como los embarcados en la gran expedición regia --unas quince mil personas: la práctica totalidad de las instituciones y el aparato administrativo de la Corona de los Braganzas-- entendieron desde el primer instante el alto valor simbólico y real que el hecho contenía como prenda seminal de la próxima aparición de un Estado en el vasto, inabarcable territorio concedido a Portugal cuatrocientos años atrás en el Tratado de Tordesillas, obra maestra y verdadero monumento de la diplomacia de los albores renacentistas, etapa prodigiosa de la creatividad e impulso civilizador de Europa.

Los partidarios de la monarquía en su dimensión abstracta y los partidarios de la concreta lusitano-brasileña --muy escasos, por lo demás, en la vieja metrópoli y, relativa y paradójicamente, numerosos en la antigua colonia-- encuentran, sin duda, en la labor desplegada por el regente y pronto rey a la muerte de su madre en 1816, Joao VI, un poderoso argumento para la defensa de su ideario. Apenas desembarcado, aquel enigmático y, desde luego, más rico y complejo que el de la imagen estereotipada por la historiografía conformista y tópica, personaje se entregó, venciendo no pocas dificultades de su asfíctico círculo íntimo, a la tarea de echar con cuidado los cimientos de un futuro país libre y de virtualidades y ambiciones a la altura de sus inmensos recursos. Lo logró; y, en un tiempo récord --el 7 de septiembre de 1822: grito de Ypiranga--, el Brasil independiente se desprendió como fruta madura del añoso tronco de uno de los estados de mayor prosapia del Viejo Continente, cuya cuna se meciera en la temprana fecha de 1139. Sin desgarro ni escisiones fratricidas --el nuevo país fue reconocido tres años más tarde por Lisboa, en abierto contraste con lo acontecido en España respecto a la emancipación hispanoamericana, consecuencia --nueva y significativa diferencia-- de una guerra que revistiera a menudo los caracteres de contienda civil--, la nación carioca adquirió tal estatus, de igual manera que, conforme a la versión historiográfica citada en el primer artículo de la presenta serie, se realizaran los hitos más sobresalientes de su andadura pluricentenaria.

¿Ayer edénico y mañana paradisíaco? En modo alguno. Infinitos problemas --algunos de alto porte-- atosigan la existencia de un pueblo cuyas gentes depositan, de antaño --prueba manifiesta y relevante de indisoluble filiación con el linaje ibérico...--, muy menguada confianza en sus gobernantes. Entre los más llamativos y sorprendentes figura el de la violación continua y masiva del primer término de su escudo nacional: Orden y Paz. Sin tregua, la inseguridad ciudadana pone asombrosamente a prueba la máquina estatal de la Administración más sólida y de mayor pedigrí de la América del Sur, revelando sus infirmidades y principales desafíos aún sin respuesta.

Sin embargo, la alegría de vivir y la fe en el futuro de la sociedad brasileña hallan hoy escaso paralelo en cualquier otro solar del mundo. Así lo confirman, entre otros ejemplos, la conmemoración del bicentenario más arriba aludido. Opuestamente a lo visualizado hasta el momento en nuestro país con el de la bien llamada Guerra de la Independencia, su celebración está reforzando de manera muy peraltada su sentimiento de pertenencia e identidad nacionales. De forma intuitiva y espontánea, la colectividad brasileña advierte en ello unas pietas histórica que constituye la garantía más indisputada para que la construcción de su roborante modernidad siga adelante.

* Catedrático