Imán no comprendía por qué los Reyes Magos nunca dejaban regalos en su casa. Se sentía un bicho raro cuando en el colegio sus amigas le enseñaban las muñecas que el día 6 habían encontrado junto a sus zapatos. A pesar de los continuos desengaños, este año Imán ha insistido y ha vuelto a escribir su carta a los Reyes. Con el deseo grande de que al fin sus destinatarios no olviden el número de la calle cordobesa donde vive junto a su madre.

Imán tiene sangre marroquí en su rostro de niña inteligente. Seguro que si rastreamos en su historia encontramos lágrimas y arena. El destino, tras varias jugadas, ha querido que crezca en Córdoba, en un lugar que, en definitiva, encierra buena parte de sus raíces. Aquí está gozando su infancia, esa patria en la que la felicidad es posible y en la que ponemos nombre a nuestra vida. Aunque ella será, seguro, una mujer sin fronteras. Las que se adivinan en las mil canciones que no deja de cantar y que llegan a mi estudio cuando yo estoy intentando poner en un orden imposible mis pensamientos. Imán se ha convertido en la mejor amiga de mi hijo. En el referente de sonrisas y besos en el que Abel se mira aunque aún no nombre con palabras de adulto el valor de la amistad. Esa que la mamá de Imán cultiva con aromas de té de Marruecos y con el tesón inquebrantable de una mujer que ha tenido que encontrar su espacio en un mundo de hombres. Un mundo en el que se tiende a convertir a los otros, a los extraños, en culpables del desorden y la miseria. En los enemigos del orden establecido. Mucho más si creen en un dios distinto al de la mayoría dominante.

Imán es musulmana, aunque ni ella ni su madre lo van pregonando a los cuatro vientos ni lo exteriorizan en símbolos con los que suelen mercadear los intereses de Occidente. Ellas viven su religión en el mundo privado de sus habitaciones, en ese lugar donde se enredan la memoria y los sentimientos para forjar nuestra identidad. Identidad que es pieza esencial de nuestra dignidad y que, por tanto, debería ser respetada en las democracias avanzadas en las que con tanta frecuencia convertimos en chivos expiatorios a las culturas distintas a la nuestra. Los Reyes Magos no figuraban, pues, en el imaginario del que Imán ha bebido creencias e historia. Pasaban de largo hacia otros lugares en los que los reclamaban los grandes almacenes pero también la ilusión de los niños. Pero Imán vive ahora en Córdoba. Juega con mi hijo con las figuritas del belén y mira asombrada los escaparates. La magia de los Reyes Magos forma parte de sus sueños. Una magia que es la que a mí me salva la Navidad. En estas fechas que tanto me pesan en el alma, sólo recupero la sonrisa la noche del día 5. Porque en ella aún es posible, al margen de los mercaderes que sacan provecho de ella, soñar y volver a la infancia. Recuperar el hilo perdido con el paraíso donde es posible imaginarlo todo. Por eso creo que ni Imán ni a ningún niño le deberíamos robar la posibilidad de soñar y, por supuesto, la posibilidad de que sus sueños se hagan reales. Esos que en otras tierras no pudieron alcanzar y que aquí, en nuestras sociedades opulentas, deberíamos ofrecerles desde la generosidad y desde el entendimiento de que nuestra felicidad no es posible sin la felicidad de los otros. De los diferentes, de los extraños a nosotros, pero tan iguales en dignidad e ilusiones. Ese debería ser el verdadero objetivo de las políticas de inmigración en lugar de la criminalización de los que oran en altares diversos.

Seguro que esta noche Imán se acostará nerviosa. Esperando que el reloj corra deprisa para que amanezca cuanto antes y comprobar que los Reyes, los únicos que deberíamos tolerar en una democracia moderna, no han pasado de largo. Me gustaría estar en ese momento muy cerca de ella para que me cegara el brillo de sus ojos negros. Esos ojos que lo miran todo con ansia de atraparlo y en los que me reconozco tan igual y tan diferente al mismo tiempo. Los ojos que abraza mi hijo y que yo miro recuperando la confianza de que otro mundo es posible. Ese será, sin duda, mi mejor regalo de Reyes.