En Córdoba hay una hermosa torre que, sin embargo, tiene un nombre de horribles resonancias: Malmuerta. El contraste entre la belleza de nuestra torre y el terrible significado de su denominación puede perfectamente simbolizar esa otra espantosa incongruencia entre palabras que conjugan conceptos, en apariencia, tan incompatibles como "marido asesina a su mujer", "compañero sentimental acuchilla a su compañera" o "novio estrangula a su prometida".

Asimismo, la antigüedad de la torre de la Malmuerta, que data de principios del siglo XV, añade una significación temporal a este fenómeno y es prueba fehaciente de hasta dónde hunde sus raíces el efecto más perverso de un patriarcado que nunca ha considerado a las mujeres como personas, sino como seres inferiores, dependientes y puestos al servicio de los hombres.

De esta manera, mientras la muralla defensiva en la que se enclava la torre de la Malmuerta constituye la memoria de otro tipo de amenazas bélicas que, afortunadamente y en nuestra latitud, logramos que pasaran a la historia, la torre en sí misma sigue, por desgracia, manteniendo el mismo sentido que hace seis siglos. Por eso, la Malmuerta es un símbolo de la guerra más larga y más desigual de toda la historia de la humanidad.

Ha llegado la hora de detener también esta guerra. Y para ello es necesario derribar todos los pilares sobre los que se sustenta su diferente consideración en comparación con otros tipos de violencia. De hecho, esa es una de las grandes dificultades a la que nos enfrentamos, porque mientras otras violencias, como el terrorismo o la delincuencia común, se perciben como ataques a todo nuestro sistema de convivencia, la violencia de género y, más concretamente, la doméstica, no suponen una amenaza a ese sistema. Sin embargo, sí lo ponen en evidencia, porque los hombres que maltratan a sus mujeres o compañeras son practicantes de una doble moral que los convierte en palomas de la calle y halcones de la casa. Los principios de convivencia por los que nos regimos son universales y, por tanto, válidos para todos los seres humanos en todos los ámbitos de su existencia. Así pues, hay que señalar y actuar con el maltratador con la misma contundencia que se señalaría y actuaría con cualquiera que fuera agrediendo a sus conciudadanos en la calle, en el trabajo o en la taberna.

Quien maltrata en casa tiene que ser retirado de la vida en sociedad, porque el ámbito privado de nuestra vida no puede constituir un espacio de impunidad donde los ciudadanos puedan dejar de serlo para transformarse en seres crueles capaces de infligir a sus mujeres un daño que no serían capaces de infligir ni a sus más enconados enemigos.

El cambio de mentalidad es fundamental para terminar con esta lacra y para hacer ver a los hombres que, de la misma manera que se dieron cuenta de que era mejor la convivencia pacífica que la guerra entre los pueblos, también es más fructífera y enriquecedora la relación entre iguales que la de dominación violenta. Sin embargo, no podemos esperar a que esa transformación de los valores sea un proceso tan largo como la historia que los precede, porque, entre otras cosas, es un deber moral prioritario salvar la vida de las personas que están en peligro y rescatar de su infierno cotidiano a las que viven la realidad del maltrato.

Por todo eso, independientemente de los pasos que demos en el terreno educativo y socializador hacia una convivencia más equitativa y más humana, no podemos desatender las necesidades más perentorias de miles de ciudadanas. Para ello hay que articular y aprobar, ya, una Ley integral con previsión presupuestaria para su aplicación que combata en todos los frentes esta insostenible injusticia. La exigencia de esta Ley no se fundamenta únicamente en los beneficios que reportaría inmediatamente --como la coordinación de las instituciones, la regulación de este fenómeno con leyes sustantivas y procesales, la formación del personal sanitario, policial, jurídico y asistencial, y la homogeneización en el tratamiento de estos casos--, sino que se inscribe también en su capacidad pedagógica y de poder simbólico para dotar a este terrible problema de la importancia social y política que merece. Como complemento a esa exigencia de perfeccionamiento de la justicia y atención para estos casos, el Ayuntamiento de Córdoba lleva ya casi dos años celebrando plenos mensuales, haciendo declaraciones institucionales y concentraciones silenciosas en contra de la violencia de género como una forma de materializar su solidaridad con las víctimas y su repulsa a esta fuente de sufrimiento humano innecesario. En este sentido, quiero hacer una invitación, tanto personal como institucional, a los ciudadanos y ciudadanas de Córdoba para que participen en este cauce de expresión pública que les pone a disposición su Ayuntamiento y para que contribuyan así a la deslegitimación de esta violencia. Yo comparto la opinión del profesor Joaquín García Roca sobre la solidaridad como "un indicativo y un imperativo que la sitúan en la órbita ética", donde el indicativo propone los cambios a seguir y el imperativo constituye la llamada para emanciparse de las realidades injustas, y por eso, creo en la solidaridad activa como un complemento que hace más humana a la justicia.

Y creo que tanto la solidaridad que mostremos con las víctimas como la justicia, a la que podemos contribuir mediante una actitud activa que no tolere ninguna de esas conductas agresivas de los maltratadotes, serán absolutamente necesarias hasta que podamos mirar a la torre de la Malmuerta como a la muralla donde se enclava, es decir como un vestigio histórico de algo que nadie quiere que se repita.