La organización institucional de un Estado tiene una clara influencia en la evolución política, en la estructura económica y en la articulación social de cualquier comunidad humana. Basta hacer un estudio comparativo de Francia y Alemania para corroborar este hecho.

Como es sabido, la estructura institucional del Estado español siguió el modelo centralizado francés hasta que la Constitución de 1978 abrió un proceso dinámico de descentralización, cuyo objetivo final no se estableció, que nos podría llevar a un estado descentralizado, no necesariamente federal, que se adaptara a las peculiaridades españolas. El proceso, prudentemente, se dejó con no pocas ambigüedades, aunque en el momento de iniciarlo hubo que tomar una decisión relevante que lo condicionaría determinantemente y fue el de establecer los ámbitos territoriales de los entes autonómicos. Para ello se siguieron, y me parece que este tema lo tenemos muy olvidado, varios criterios, algunos de ellos muy coyunturales, otros muchos más profundos y la mayoría sólo racionales en aquel momento histórico. Así, la delimitación de Galicia, País Vasco, Navarra, Cataluña, Aragón y Valencia y las comunidades insulares respondió a un racional criterio histórico y geográfico, mientras que, de haberse seguido este mismo criterio, Castilla hubiera sido el resto de España, por ser la Castilla de Isabel la Católica (o sea, con una historia común de cinco siglos). Para evitar el problema de la asimetría de esta estructura territorial, asimetría territorial y poblacional evidente pues esta Castilla así constituida hubiera sido mucho más grande que la suma del resto, se descompuso Castilla en diversos territorios que no respondieron a ningún criterio histórico ni geográfico, sino esencialmente poblacional.

Así, se unieron los viejos reinos al sur de Despeñaperros (Jaén, Córdoba, Sevilla y Granada) en la Comunidad Autónoma de Andalucía, quitando a Castilla su peso poblacional y convirtiendo a Andalucía en el estabilizador del proceso; se separó a Asturias, a Cantabria y a Murcia como entes diferenciados (lo que no se hizo con León); se dio autonomía a la Rioja por las viejas disputas entre Castilla y Aragón; se desprendió a Extremadura; se aisló a Madrid por sus pecados de haber sido la capital del Imperio y, finalmente, el resto se dividió, para quitar el peso territorial, en dos trozos que hoy llamamos Castilla-León y Castilla-La Mancha. Y lo más curioso es que siendo Castilla tan territorio histórico como Cataluña o Galicia se la trató como una enemiga advenediza.

Este reparto fue el resultado de múltiples intereses que, en el momento de realizarlo, confluyeron: los de los nacionalistas vascos y catalanes, tanto en su objetivo primario de afirmar su identidad como el secundario de debilitar al centro; los de los socialistas de diferenciarse claramente del modelo centralizado franquista; los de algunos comunistas; y los de las élites locales, integradas algunas en la UCD, que querían tocar poder. Intereses que confluyeron y se entendieron porque el consenso democrático estuvo por encima de todos y cada uno de los particulares.

Veinticinco años después de iniciado el proceso de descentralización, y tras el juego que han seguido los poderes autonómicos de acentuar las diferencias en un lógico proceso de legitimación, es, en mi opinión, el momento de cerrarlo. Y lo es porque ya se han transferido la inmensa mayoría de las competencias que se pretendían; porque la sociedad y la democracia española están maduras como para no temer que lleguemos a una balcanización; porque en el mundo globalizado y multicultural al que caminamos, la construcción del Estado federal europeo es un reto más importante que las reivindicaciones localistas y nacionalistas; porque, en definitiva, a fuer de racionales, no tienen que ser más justas las instituciones y las leyes hechas por uno de mi pueblo que por uno nacido lejos. Porque, a la postre, más o menos autonomía no nos resuelve mejor los problemas que tenemos planteados. Por eso no entiendo el error del PSOE este verano. El error Maragall. Un error al menos para mí que soy un andaluz europeo.