Los europeos estamos de enhorabuena. Tenemos hoy un proyecto de Constitución para Europa que se discutirá a finales de año para aprobarse, mediante referéndum o votación en los parlamentos, en los años siguientes. La vieja Europa tiene una larga, compleja y, a veces, confusa, Constitución, pero la tiene. Una Constitución sobre la que se ha escrito mucho y sobre la que habrá que escribirse, debatirse y, sobre todo, reflexionarse, mucho más, pero el hecho es que existe. Y eso es tan importante que todo lo demás es, en cierto sentido, secundario.

Según el proyecto, la Constitución europea cumple con las tres características que Tomás y Valiente señalaba como las que dieron origen a la existencia histórica de las primeras constituciones, allá por los años finales del siglo XVIII, a saber, que una "Constitución hace referencia a la organización del poder político... concebido como dominio o soberanía, de alguna manera regulado por el Derecho y ejercido sobre quienes con sus derechos limitan ese poder o incluso participan en él; que una Constitución es algo que viene del pasado, se legitima por su antigüedad y es emocionalmente recibido y vivido como herencia, o es algo proyectado hacia el futuro y legitimado por su racionalidad, acaso revolucionaria; y, finalmente, una Constitución obliga, tanto si se la entiende como tradición o como ley nueva, y tiene fuerza vinculante hasta para los titulares del poder político". Concreción, legitimidad y suprema obligatoriedad que, si todo el proceso llega a buen fin, tendrá la Constitución que nos estamos dando. Pero una Constitución, como toda ley, es sólo la expresión de una voluntad política. Y la voluntad política de los europeos de unirse es, en mi opinión, y desde hace muchos años, clara e inevitable. Una inevitabilidad que Ortega y Gasset explicaba en 1937, en el prólogo para franceses, de su Rebelión de las Masas , con las siguientes palabras: "Ha sido el realismo histórico el que me ha enseñado a ver que la unidad de Europa como sociedad no es un ideal, sino un hecho de muy vieja cotidianeidad. Ahora bien, una vez que se ha visto esto, la probabilidad de un Estado general se impone necesariamente". Porque, como sostiene más adelante, "la unidad de Europa no es una fantasía, sino que es la realidad misma, y la fantasía es precisamente lo otro, la creencia de que Francia, Alemania, Italia o España son realidades substantivas e independientes". Europa es, a pesar de los nacionalismos y de los localismos, una unidad cultural y social definida en la que los valores, conocimientos e intereses comunes son mucho más fuertes que los que nos separan. Una unidad cultural y social que demanda un poder político unificado.

De esta necesidad de construir un poder político nace la Constitución. Una constitución que, como todas, responde a tres preguntas esenciales: quién toma las decisiones sobre qué, quién escoge a los que toman las decisiones y, finalmente, qué limites tiene el ejercicio de estas decisiones. Por eso la Constitución recoge los derechos de los europeos que, como todo derecho, es la limitación de la acción de otros, en este caso, de los poderes políticos. Por eso la Constitución recoge las competencias de las distintas instituciones de la Unión. Y, finalmente, por eso la Constitución refleja la forma en la que se relacionan estas instituciones entre ellas y con los ciudadanos.

Y esta necesidad de la Constitución nace ahora, en este momento histórico, porque, en la configuración del mundo del siglo XXI, están pesando decisivamente la emergencia de la superpotencia norteamericana y el desplazamiento demográfico y económico hacia el Pacífico. Lo que hace que Europa, cada uno de los países europeos separadamente, perdamos protagonismo en la historia del siglo que estamos inaugurando, salvo que encontremos la forma tener una única voz en el mundo.

Necesitábamos, pues, una constitución y la necesitábamos ahora. Valgan estas palabras como una enhorabuena a los padres y a las madres de la Constitución europea. De un creyente europeo y europeísta.