Aunque estamos en una época en la que el argumento más poderoso para convencer a alguien de algo es asegurarle que es científico, las cosas no son tan sencillas ni tan fáciles y son muchas las ocasiones en las que lo que nos parece una certeza no lo es de ninguna manera. Precisamente a propósito de los problemas que nos plantea cómo confirmar que esto que dice la ciencia tiene sentido y es cierto, el inglés Bertrand Russell ponía un ejemplo bastante sugerente y simpático. Imaginemos, decía, un pavo que en su primer día de estancia en una granja observa que le dan la comida a las 9 de la mañana. Deseoso de organizar su vida de manera razonable, apoyándose en la certeza de la ciencia, antes de asegurar nada y para no precipitarse, decide esperar un tiempo suficiente para comprobar si ese hecho se produce regularmente o ha sido una casualidad. Según pasan los días y varían las condiciones, lluvia o sol, calor o frío, festivos o laborales, se repite la misma circunstancia, por lo que, satisfecho de su rigor, decide asentar como axioma definitivo la siguiente afirmación: "en esta casa se come a las 9 de la mañana en cualquier condición". Y con la seguridad que da la ciencia, cuando se acerca la hora, acude presuroso hasta la puerta de la granja y saluda feliz a quien le trae la comida.

En esa certidumbre, que se da cuando se han visto los resultados de una investigación, consiste el verdadero interés de la ciencia y es lo único que justifica la atención y el dinero que se gasta en ella. La necesidad de descubrir las leyes de la naturaleza para saber qué hacer no es un entretenimiento baladí ni una forma de pasar el tiempo sino algo imprescindible para vivir. De esa seguridad, avalada por tantas y agudas observaciones, el pavo organiza su vida. Averigua también que el día y la noche se suceden ininterrumpidamente, que después del lunes viene el martes y que en verano hace más calor que en el invierno. Y evita la imprevisión que puede crearle muchos problemas.

Pero estas conclusiones a las que llega no tendrían sentido si antes no se está convencido de que las leyes naturales son fijas y permanentes. Mal asunto sería si, después de demostrar algo, pensáramos que a lo mejor mañana ya no tiene sentido. A la naturaleza hay que suponerle la seriedad mínima de que nunca se va a caer la casa de abajo arriba sobre nuestra cabeza y que el trigo siempre pesará más que la paja. La ciencia es el más grande proyecto que puede hacerse, al suponer que las cosas se van a comportar de la misma manera que lo que ya conocemos. El principio que nadie se atreve a discutir es que en las mismas condiciones las mismas cosas se comportarán siempre de la misma manera.

Ahora bien, el problema está en cómo demostrar precisamente esto porque justificarlo no es nada fácil ni convincente. El pavo, una mañana de diciembre, convencido ya de la fijeza del comportamiento, acude a la puerta a buscar la comida. Pero ese día, víspera de Navidad, en vez de alimentarlo, le cortan el cuello. Un razonamiento con premisas verdaderas ha llevado a una conclusión falsa, a pesar de haber tomado todas las precauciones posibles y haber evitado la precipitación en concluir. Esto demuestra la dificultad de encontrar la justificación de la certidumbre de que una norma permanente y segura rige el comportamiento de las cosas, a pesar de la necesidad de esta certeza para ir tranquilos por la calle o a recoger la comida.

Si el pavo hubiese llegado a otra conclusión sobre la hora de la comida, habría dicho algo parecido a esto: siempre se come a las 9 de la mañana, salvo la víspera de Navidad de cada año en que esa acción se sustituye por la otra de cortar el cuello al pavo. Naturalmente en ese caso su comportamiento hubiera sido otro y habría buscado mecanismos para que no se cumplieran las amenazas. De donde cualquier individuo precavido entiende que es necesario que la ciencia acierte en sus previsiones y la conveniencia por tanto de revisar constantemente los fundamentos en que se apoya para asegurar sus afirmaciones para actuar de una manera o de otra.

Es lo mismo para nuestra especie. Porque si hubiese sabido con seguridad científica que el comienzo del universo, mediante el Big Bang, fue hace 13.700 millones de años, siglo arriba o siglo abajo, en lugar, por ejemplo, del año 5210 a.X. que decía San Isidoro o del 22 de Octubre del 4004 al atardecer, también A.X., según aseguraba el clérigo inglés James Ussher, probablemente se hubiese comportado de otra manera. Algo así como el pavo.