¡¡¡Sí!!!... Nunca, nunca, una ciudad y un pueblo lloraron tanto, tanto, como Sevilla y los sevillanos lloraron a Joselito aquellos días del mes de mayo de 1920, desde el 16, el día de Bailaor y su herida mortal en Talavera, hasta el 19, el día de su entierro en el cementerio de San Fernando de la capital andaluza, el patio de su casa. (Tal vez Córdoba y los cordobeses cuando murió Manolete). Pero, no sólo le lloraron entonces, porque han pasado 99 años y los sevillanos le siguen recordando y llorando cada 16 de mayo, como los toreros actuales que esa tarde portan brazaletes negros en señal de luto y como recuerdo del más grande.... como le lloraron los poetas y los músicos y los cantaores y cantantes... ¡y las mujeres que tanto le amaron!

Y de ellas no podemos olvidarnos en este último capítulo que le he dedicado a Joselito, dentro de la serie Los grandes personajes de la España del Siglo XX que vengo publicando en el Zoco de los domingos del Diario CÓRDOBA. Comenzando por «el amor de su vida», Guadalupe de Pablo-Romero, la niña que conoció aquel muchachito serio y espigado y rubito, que acompañaba a su hermano Rafael cuando iban a los tentaderos de la finca del gran patrón, aquel ‘Don Felipe’ que a la postre le amargó la vida prohibiéndole que se casara con su hija por ser «gitano». Aquellos dos niños crecieron y antes de ser mujer y hombre ya supieron que estaban enamorados… pero aquellas relaciones fueron en realidad un viacrucis para ambos y aunque aparecieron en su vida otras mujeres nunca el Rey de los toreros se olvidaría de ella, ni ella de él. Como se comprobó tras su muerte y su llanto eterno, al menos mientras vivió, pues de luto se vistió aquel trágico 16 de mayo de 1920 y de luto vivió y murió hasta el 5 de abril de 1983 (63 años más tarde). Según los biógrafos aquel amor y aquella prohibición familiar fue una de las causas principales que le llevaron a la muerte en Talavera, aunque, como ya he publicado en páginas anteriores, al parecer Guadalupe y Joselito se habían reencontrado a la vuelta de la temporada de Perú y su amor infantil y juvenil había resucitado, hasta el punto de que ya tenían proyectado escapar para casarse lejos de la familia… Y todo por el cerrilismo de unos padres y de una sociedad anclada en el pasado más clasista que a la postre sólo aceptaban la boda si los novios se iban a vivir al extranjero.

¡Ay, pero aquella muerte impidió la boda tan deseada!

Tampoco podemos olvidar el romance que vivió con la grandísima Margarita Xirgú, la que más tarde sería la musa de Federico García Lorca. Al parecer Margarita se enamoró del torero la primera vez que le vio torear, que también era la primera vez que iba a los toros. La Xirgú, como cariñosamente y con admiración la llamaron siempre en el mundo del teatro, deslumbró al torero no sólo por su belleza sino también por su cultura y por sus ambiciones literarias. Joselito entró con Margarita en el mundo de las letras y conoció a Benavente, Valle-Inclán. los Machado, Galdós y hasta un joven Lorca. Muchos años más tarde La Xirgú le contaría a Belmonte en una visita que le hizo el sevillano a su casa de Montevideo (Uruguay): «La noche que murió José me cogió en Barcelona, donde estaba representando La loca de la casa, de Galdós… y aunque nuestro romance se había difuminado y totalmente acabado cuando regresó de Perú, quedé anonadada. Me impresionó tanto que esa noche hasta el público que asistía al Novedades se dio cuenta que algo me pasaba, porque ni mi control profesional impedía que brotasen las lágrimas en mis ojos. Nunca he podido olvidarle».

Y otra mujer que le lloró amargamente aquella noche fue Consuelo Hidalgo. Según uno de sus biógrafos: «Cuando el cadáver de Joselito, muerto en Talavera el 16 de mayo de 1920, posaba en la capilla ardiente instalada en la casa que el matador poseía en Madrid en la calle Arteta, junto al Teatro Real, llegaron hasta allí amigos, admiradores y muchas personalidades a dar su último adiós al torero, incluido el presidente del Gobierno Maura. En el velatorio, y en medio del silencio que había en el comedor de la casa donde estaban los restos de José, se oyeron los sollozos de una mujer enlutada de arriba abajo, que lloraba ante el cadáver con una gran pena. El velo cubría su bello rostro, pero todo el mundo reconoció a Consuelo Hidalgo que a pesar de los años transcurridos y de posteriores relaciones que el torero mantuvo con otras mujeres, no lo había olvidado. Se arrodilló ante el cadáver y lloró con amargura porque en aquel momento comprendió que ya no le cabía ninguna esperanza a su corazón».

También lloró aquella noche La Argentinita, aquella genial bailarina de la que Manuel Machado diría: «Era como una pluma en el aire… fue preciso que la vida lastrara su corazón con el peso del gran amor y su cuerpo delicioso conociera el valor estatutario de la línea y el secreto del abandono femenino y del hondo dolor humano para que la hiciera reposar sobre el suelo y la convirtiera en la intérprete de los cantaores hondos y las danzas flamencas y le diera una voz cordial, aterciopelada y penetrante, sin estridencia y una maravillosa expresión dramática en el baile y en la copla». Encarnación López Júlvez, su verdadero nombre, no sólo lloró aquella noche fatídica sino que ni siquiera pudo actuar en el Teatro La Latina de Madrid donde actuaba. Años después La Argentinita se haría amante, o su ‘mujer americana’, para diferenciarla de Lola, la hermana de Joselito, su ‘mujer española’, de Ignacio Sánchez Mejías. Pero, también los poetas le lloraron. Entres ellos Muñoz Seca: «¡Talavera! ¡Talavera!/ Noble ciudad castellana/ en tu escudo y tu bandera/ pon una capa torera/ con un traje de oro y grana/ halló Gallito la muerte./ Gallito el mejor torero».

Gerardo Diego: «Lenta la sombra ha ido eclipsando el ruedo./ Ya grada a grada va a colmar la plaza./ vino triste de sombra, vino acedo/ El torero./ tiñe ya casi el borde de la taza./ Fragilidad, silencio y abandono./ Cobra el gentío un alma de paisaje/ mientras siente el torero hundirse el trono/ y apagarse las luces de su traje./ ¿Y para qué seguir? La gloria toda/ no redime un azar de aburrimiento./ Lo mejor es dormir -ancha es la boda-/ Largo y horizontal a par del viento./ Un lienzo vuelto, una última voz -toro-,/ un gesto esquivo, un golpe seco, un grito,/ y un arroyo de sangre -arenas de oro-/ que se lleva -ay, espuma- a Joselito./ José, José, ¿por qué te abandonaste/ roto, vencido, en medio a tu victoria?/ ¿Por qué en mármol aún tibio modelaste/ tu muerte azul ceñida de tu gloria?/ Y todo cesó, al fín porque tú quisiste/Te entregaste tú mismo; estoy seguro./ Bien lo decía en tu sonrisa triste/ tu desdén hecho flor, tu desdén puro».

Alberti: «Llora, Giraldilla mora,/ lágrimas en tu pañuelo./ Mira como sube al cielo/ la gracia toreadora./ Niño de amaranto y oro,/ cómo llora tu cuadrilla/ y cómo llora Sevilla,…»

Y Miguel Hernández: «Bello, moro y español/ como la Torre del Oro,/ catedral de luz cristiana/ con el bulto transitorio/ iba Joselito el Gallo/ de punto en punto redondo./ Como Dios, por todas partes/ estaba: por los periódicos,/ por los muros, por las bocas,/ por las almas, por los cosos.../ ¡adiós, Joselito el Gallo!/ Adiós torero sin otro!/ Dejas el ruedo eclipsado/ su círculo misterioso/ con la soledad del sol/ y la soledad del toro./ A todos les viene ancho/ aquel anillo sin fondo/ que a tu vida se ajustaba/ cabal y preciso, como/ hecho de encargo por Dios/ para tu arte y tronco».

Y termino con el texto del telegrama que la misma noche de su muerte le envío el Califa cordobés Rafael Guerra Guerrita a su hermano Rafael Gómez El Gallo: «Impresionadísimo y con verdadero sentimiento te envío mi más sentido pésame. ¡Con José se acabaron los toros!».