Nació un 25 de diciembre en la oscuridad de una gruta, del vientre de una madre virgen. Vino a este mundo para salvar a la Humanidad de sus pecados, por lo que fue llamado «el Mesías». Viajó junto a sus discípulos iluminando a cuantos hombres se cruzaron en su camino, y tras fallecer, resucitó de entre los muertos. Me refiero, claro está, a Mitra, el dios persa que además, fue sepultado en fechas más o menos coincidentes con la Semana Santa.

Si mientras leía las líneas anteriores estaba usted pensando en alguna otra deidad, no se preocupe, ocurre con frecuencia. Aunque nos encontramos en un estado aconfesional, la gran influencia del catolicismo en nuestra sociedad es aún evidente. Y a veces olvidamos que los Evangelios no especifican las fechas concretas en las que sucedieron los acontecimientos clave de la vida de Jesús de Nazaret. Por eso, los primeros cristianos se vieron obligados a decidir las fechas en las que iban a conmemorarlos, y pensaron que lo mejor sería copiar a las religiones paganas. Así, desde Attis a Osiris, desde Adonis a Dionisos, desde Mitra hasta Jesucristo, todos los mesías nacieron alrededor del solsticio de invierno (21 de diciembre) y murieron en torno al equinoccio de primavera (21 de marzo), para resucitar a los tres días.

Como dice un buen amigo, esto no es resultado de la casualidad, sino de la causalidad. El 25 de diciembre es el día en que los romanos celebraban el Sol Invictus, fecha en que la luz vence a las tinieblas. A partir de ahí los días empiezan a ser cada vez más largos. Por su parte, el 21 de marzo es el inicio de la primavera, momento en el que comienzan de nuevo los ciclos agrícolas. El cristianismo, al igual que las religiones paganas, fijó sus principales celebraciones en función de la posición de la Tierra alrededor del Sol. Y es fácil de explicar: el hombre antiguo necesitaba al astro solar para sobrevivir. Sólo sus rayos le salvaban del frío, de la oscuridad y de los depredadores nocturnos; sólo su luz le aportaba calor y seguridad, y ayudaba a que las cosechas crecieran. Todas las culturas antiguas entendieron que la vida en nuestro planeta no sería posible sin el Sol, y por eso, la estrella se convirtió en el dios más adorado de la historia, bajo diferentes nombres.

Uno de ellos fue Mitra, y su culto alcanzó un importante desarrollo en lo que hoy es la provincia de Córdoba. El mitraísmo surgió en torno al siglo I d.C. en Persia, y fue extendido por las legiones romanas por todo el Imperio. Era una religión mistérica, en la que se confiaba una serie de secretos a un reducido grupo de iniciados mediante ceremonias herméticas, que incluían extraños rituales y sacrificios. Normalmente se representaba a este dios solar como un joven con capa que está sacrificando a un toro con una daga ritual. Mitra retira su mirada, como muestra de disgusto con el acto que se ve obligado a realizar. Bajo la escena aparecen un escorpión pellizcando al astado, una serpiente reptando entre sus patas, y un perro que bebe de la sangre que emana de la herida. La explicación simbólica más probable de la composición la volvemos a encontrar en la astrología, ya que en el momento en que fue creada esta religión, las constelaciones que se podían observar durante el equinoccio de primavera eran Tauro, Escorpio, Hidra y Can Menor. A partir de esos elementos, los persas construyeron un relato mítico, en el que Mitra tendría que sacrificar al toro para redimir a los hombres de sus pecados. En la actualidad, la mayor parte de los principios y ceremonias mitraícas continúan siendo un enigma para los historiadores, ya que sus seguidores no dejaron ningún texto escrito, y todo lo que nos ha llegado lo hizo a través de autores cristianos.

En 1951, en la localidad de Cabra, se descubrió la única escultura de Mitra de bulto redondo encontrada en la península ibérica. Ocurrió en otoño, en la huerta de Francisco Castro, mientras su hijo araba la tierra. El zagal se topó a unos 70 centímetros de profundidad con una pieza de mármol blanco, y al desconocer lo que era, su padre decidió esconderla. Pero finalmente la donó al Ayuntamiento egabrense, y éste al Museo Arqueológico de Córdoba, donde ha permanecido expuesta desde entonces. Data del siglo II, y su excepcional calidad la convierte en una de las tres más importantes del mundo, junto a la del Vaticano y la del Museo Británico. Este hallazgo, junto al de los restos de un mitreo en el yacimiento arqueológico de Fuente Álamo (Puente Genil), apuntan a una notable presencia de este culto mistérico en la Hispania romana, y más concretamente en nuestra provincia. ¿Qué tendrá nuestra tierra, que lleva atrayendo el Misterio desde la noche de los tiempos?

(*) El autor es escritor y director de «Córdoba Misteriosa». Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net