Antes de que alguien se escandalice por el título debo aclarar que la lectura del siguiente artículo es apta para todos los públicos. Puede que algunas personas, tras la expectación inicial, se sientan decepcionadas por la ausencia de contenido erótico en los próximos párrafos, pero trataré de compensarles con un enigma histórico de envergadura. Y para ello, nos trasladaremos al Alcázar de los Reyes Cristianos, hasta un estanque situado casi al final de sus hermosos jardines, pegado a la pared de la derecha. Se trata de una pequeña alberca de forma rectangular, en cuyo fondo destacan varios mosaicos con peces, hipocampos y seres acuáticos de fantasía. Junto a ésta se alza un plátano, árbol de imponente tamaño que provee de sombra a los visitantes. La mayoría no suelen reparar en este coqueto rincón, ya que compite con la atractiva variedad de especies florales y las bellas fuentes configuradas en terrazas que lo rodean. Pero justo ahí es donde hallaremos la clave de la historia que hoy deseo compartir.

En el muro situado a su lado hay un epigrama de gran tamaño inscrito en la piedra, donde se lee: «En tierras tartesas hay una casa celebérrima, allá donde la Córdoba vienta se mira en el plácido, en medio y abarcando toda la morada, se alza el plátano de César, de espesa cabellera, que la diestra feliz del huésped invicto plantó, comenzando su tronco a crecer desde su mano. ¡Oh, árbol del gran César! ¡Oh, amado de los dioses! No temas el hierro ni el fuego sacrílego. Marcial». Una primera lectura nos puede dejar un poco confusos, y es razonable que nos planteemos numerosas incógnitas: ¿A quién se refiere? ¿Es el plátano una metáfora? ¿Por qué está grabado precisamente ahí? Para despejarlas, será necesario conectar la historia antigua de Córdoba con las pistas que nos ofrece el misterioso mensaje.

Empezaremos por analizar quién lo firma. Marcial fue un poeta latino del siglo primero, muy aficionado a enaltecer las gestas de los grandes dirigentes romanos. Por lo que ese César al que se refiere es, sin lugar a dudas, Cayo Julio César, uno de los mayores generales de todos los tiempos y primer emperador del Imperio Romano. Y que, aunque no sea un dato excesivamente conocido, estuvo en Córdoba en dos ocasiones.

La primera fue en el año 65 a.C., cuando nuestra ciudad era caput provinciae y su aduana se encontraba instalada en lo que hoy es el Alcázar. Un joven César fue destinado a Corduba para realizar funciones de cuestor, y fue entonces cuando, según la leyenda, plantó un plátano de sombra con sus propias manos en los jardines de la fortaleza. El árbol se volvió tan frondoso con los años que llamó la atención de poetas de todo el mundo latino, como el citado Marcial, quien lo inmortalizaría en sus rimas. Tras la muerte del emperador, los hispanorromanos pensaron que su espíritu revivió en el tronco del árbol, siendo ese el motivo de su gran vigor y exuberancia. Incluso parece que lo regaban con vino, pensando que así complacerían a su añorado líder. Aunque se desconoce el lugar exacto donde se ubicaba, el Consistorio cordobés decidió hace casi medio siglo dedicarle este pequeño rincón en los Jardines del Alcázar, plantando un nuevo plátano y reproduciendo en el muro los versos de Marcial.

Ya faltan menos piezas para completar el puzle, pero aún queda una pregunta importante: ¿Por qué un plátano, y no cualquier otra especie arbórea? Para hallar la respuesta deberemos tratar de entender la mentalidad de la época y del personaje. En el Mundo Clásico, este árbol se asociaba con la guerra, y se creía que plantar uno propiciaba buena ventura sobre el campo de batalla. Según Plinio, el héroe mitológico Agamenón plantó un colosal plátano en el bosque de Arcadia antes de alzarse victorioso en las innumerables aventuras narradas por Homero en la Ilíada. Menelao, legendario rey de Esparta, también sembró con sus propias manos otro árbol de esta misma especie, justo antes de alcanzar la gloria en la Guerra de Troya. Por eso, no me cabe duda de que Julio César pretendía imitar a los héroes clásicos, anticipando en su mente los combates que tendría que librar durante su ansiado ascenso al trono de Roma.

Lo que probablemente no sospechaba aquel ambicioso cuestor romano, mientras hundía sus manos en la tierra del Alcázar, es que dos décadas más tarde regresaría precisamente a Corduba, a esa urbe que le vio crecer, para rematar la trascendental batalla de Munda. De esta forma, Julio César cerró el círculo, y no podemos descartar que tras su gran triunfo, se acercara una noche a solas hasta ese árbol que plantó veinte años atrás para agradecerle los «servicios prestados».

(*) El autor es escritor y director de Córdoba Misteriosa. Puede seguir su trabajo en www.josemanuelmorales.net