Lo fácil era quedarme frente a la chimenea, pero Maite me obliga a subir al castillo, desde donde se ve el valle de Berzocana y el de Santa Lucía.

-Así que al final vienes solo.

-Sí.

-Eso es muy bueno. Viajando solo eres tú todo el tiempo.

Poco antes de cumplir los 30, Maite, harta de andar de aquí para allá, decidió venirse a Cabañas del Castillo, un pequeño pueblo de Cáceres con unas vistas alucinantes. Al principio acogía huéspedes en su casa e incluso les daba comidas y cenas. Así estuvo unos años, hasta que conoció a su marido, Andrés, y tuvieron tres hijos. Entonces abrió una casa rural aprovechando sábanas y manteles que su abuela había bordado, y toda la vajilla. Cuando llegas, la chimenea está encendida y la mesa llena de alimentos ecológicos.

Maite, en la casa que alquila en Cabañas del Castillo (Cáceres).

El siguiente reto de Maite es convencer a sus críos de que no le pongan un motorcillo a sus bicis, como ha hecho el vecino. Solo hay tres familias con hijos. Por las tardes se van al huerto.

-Siempre hay cosas que hacer.

No parece que piensen lo mismo Víctor y Torro, sentados en la plaza de Berzocana, sin más distracción que mirar a turistas.

-¿Aquí nieva?

-No.

-Sí.

24 horas contradiciéndose.

-¿Por dónde voy a Cabañas?

-Por la carretera.

-Por el sendero.

Víctor es mucho más joven. Antes vivía en Cáceres, organizando eventos. Reunía a 15.000 personas cada fin de semana.

-Ahora somos 300 de lunes a jueves.

No parece especialmente contento, como si el lustro que lleva en este pueblo le hubiera arrebatado años, en vez de regalárselos. Lo cierto es que hay que estar muy convencido para cambiar radicalmente de vida. Quizá Víctor no lo estaba, y aunque trata de sonreír cuando le fotografío, no puede esconder cierta añoranza por los días de multitudes en la capital.

Alejandro, inspector jubilado.

Campillo de Deleitosa es uno de los últimos pueblos del valle de las Villuercas, una comarca de una exuberancia brutal donde la densidad de población es de cinco habitantes por kilómetro cuadrado. La plaza se empieza a llenar de gente. Todos esperan a que Mari abra el bar, pero esta se ha retrasado comprando en Navalmoral de la Mata. «Hoy no abro hasta las 13:30», señala el cartel que ha dejado en la puerta. Son las dos menos cuarto y la gente se impacienta.

Mientras, aprovechamos para mirar al cielo. Dice Rodolfo que todos los aviones que van a Sudamérica pasan por Campillo de Deleitosa. Miro arriba y veo tres. Nos embobamos un rato, debatiendo por qué unos dejan estela y otros no. Cuando Mari aparece con las manos cargadas de bolsas, hay nueve personas esperando.

-¡Esto es un estrés! -grita.

Herminio empieza a pedir.

-Este con 90 años nos emborracha a todos -apunta Rosendo.

-Buenas cogorzas me he pegado en Palma del Río -corrobora.

Y aparece Alejandro, el inspector.

Alejandro perdió a su mujer hace nueve meses. Dice que está roto y que se entretiene leyendo y buscando información en internet.

-Tienes que venirte con nosotros -le insisten sus vecinos-. Así charlas y te olvidas.

Pero el inspector es muy metódico. No les hace caso. Ni siquiera les responde. Se limita a salir a fumar de vez en cuando y a terminarse su tapa. A las tres en punto se va.

-Yo también me voy -comento al resto.

-Tú no te vas.

Me piden un plato de huevos, panceta, lomo y patatas.

-¡Yo te invito! -clama Eusebio.

-¡Este ha hecho millones, pero se lo gasta todo!

Cada vez resulta más difícil salir del bar.

Miro el mapa y aún me quedan 50 kilómetros para llegar a Jaraíz de la Vera. Me ve Rodolfo.

-Tú a Jaraíz no vas.

Me resigno. Otra cerveza. Sospecho que se me va a hacer de noche en la carretera.

Víctor y Torro, en Berzocana.