La calidad y el temple de Diego Urdiales, que cortó la única oreja de la tarde por una bella faena a un flojo y desrazado toro de Zalduendo, devolvió ayer por momentos a la plaza de Bilbao la categoría que parecía haber perdido en los primeros festejos de la feria. Con más, y más exigente, público en los tendidos, el preciso y precioso trasteo del riojano a ese segundo de la corrida se vivió entre silencios expectantes y ovaciones rotundas, como respuesta exacta a las expectativas que el propio torero iba creando durante su inteligente lidia, y a la calidad de los muletazos que obtuvo como resultado.

La importancia del trasteo estribó en que Urdiales fue capaz de tornar las protestas iniciales por la fea presencia y las escasas fuerzas de un astado que llegó tambaleante al último tercio sin que el presidente atendiera la petición unánime de devolverlo a los corrales. Pero la suavidad con que el torero de Arnedo lo trató, con un temple milimétrico, una idónea y pura colocación en cada cite, y un manejo del engaño siempre a la altura perfecta, hizo que surgiera lo que parecía impensable: una faena de muy alto nivel de calidad, perfectamente armada y levantada.

Tras unos primeros compases para asentar al animal, enseguida llegaron dos tandas soberbias de muletazos por el pitón derecho, acompasadas con el pecho y la cintura, intensas y hondas por su sinceridad, aunque el toro no terminara de emplearse tras el engaño. Y, a renglón seguido, otra de naturales, epilogada con remates de regusto clásico, que fue aún mejor, meciendo al toro en el engaño, una última tanda con la zurda cuando ya parecía que el de Zalduendo no daba más de sí.

Tuvo peso, por tanto, la oreja que paseó Urdiales tras esa lección de temple y calidad que ya no pudo repetir con un sexto de mínimo fondo que no agradeció todo lo que el torero hizo a su favor.

Otra oreja de muy distinto valor, tras no poder lucirse con el tercero, le hubiera cortado al sexto Ginés Marín de haberlo matado a la primera, sobre todo, a tenor del entusiasmo que provocaron sus adornos y sus alardes finales por ligeras y quebradas bernadinas. Pero el hecho es que, a la hora del toreo fundamental, por no traerlo enganchado en los vuelos de la muleta como pedía, el extremeño no aprovechó tanto como merecía a un toro de espectacular cornamenta que embistió descolgado y con pausado ritmo a su muleta. Con diferencia, el mejor de la corrida.

Abrió plaza otro de los grandes ídolos de Bilbao, Enrique Ponce, a quien el público sacó a saludar tras el paseíllo por volver tras la grave lesión sufrida en Fallas. El veterano diestro ya intentó agraceder el detalle con un largo empeño ante el primero de la tarde, que tuvo una insulsa pero duradera nobleza que Ponce pasó una y otra vez en un muleteo periférico y aparente.

En el mismo aire, y también sin excesivo temple, estuvo después con el cuarto, otro toro con mayor movilidad que celo y con el que Ponce intentó en vano el acople hasta que el animal se le aburrió en busca de las tablas.