En ciencia, las hormonas no son más ni menos que uno de los mensajeros químicos de nuestro cuerpo. En el imaginario popular, sin embargo, las hormonas se asocian de manera peyorativa con la emotividad, la tristeza, la irritabilidad y, en general, a todos los cambios de humor. Esos cambios hormonales, de hecho, se han utilizado durante décadas como la explicación científica para el carácter cambiante (solo) de las mujeres y, a su vez, para justificar que el caos de las hormonas femeninas alteraría el resultado de una investigación. El problema es que estamos ante una verdad a medias.

Tanto hombres como mujeres pasan por ciclos de fluctuaciones hormonales en los que los estrógenos y la progesterona pasan por fases altas y bajas. En las mujeres, este fenómeno se asocia de manera directa con el ciclo menstrual. En los hombres, en cambio, dado que este proceso no se manifiesta de manera tan directa, parece que no existe. De ahí el mito de las hormonas femeninas, según el cual se considera que solo las hembras sufren los vaivenes hormonales y que, en consecuencia, el estudio de estas conlleva más complicaciones que respuestas.

«Estereotipos de género anticuados están influyendo en el diseño de los experimentos», denuncia Rebecca M. Shansky, investigadora en el Laboratorio de Neuroanatomía y Comportamiento de la Northeastern University de Boston, en un reciente artículo publicado en la revista Science que ha reabierto el debate sobre los sesgos de género en la ciencia. En este, la científica denuncia que el falaz argumento de la variabilidad de las hormonas femeninas ha afectado a la manera en la que se escogen los temas de investigación, se diseñan los experimentos, se interpretan los datos y se evalúa el conjunto del trabajo.

Ciencia más inclusiva

«Que la revista Science publique un artículo crítico con la manera de plantear la investigación demuestra que estamos ante un punto de inflexión», reflexiona Sara Lugo-Márquez, investigadora en historia de la ciencia en la Universitat Autònoma de Barcelona. La historiadora matiza que la solución a este problema no pasa solo por incluir a individuos de sexo femenino en los experimentos, sino por cambiar la manera en la que construimos el conocimiento. «Tenemos que trabajar para construir una ciencia más inclusiva», zanja.

En esta misma línea, Susana Martínez-Conde, neurocientífica y catedrática de la State University of New York, añade: «Si queremos que la investigación científica pueda ser un reflejo de la sociedad, necesitamos trabajar con muestras más diversas. Más allá de incluir un equilibrio de género, también es importante plantearnos cómo pueden afectar factores como la edad».

En los últimos años, de hecho, cada vez son más las instituciones científicas que marcan directrices específicas sobre esta cuestión. Organismos como el National Institutes of Health (NIH) o el Consejo General de Investigaciones Científicas (CSIC) ya cuentan con un programa para incluir la perspectiva de género en la investigación. En ambos casos, el objetivo pasa por una ciencia basada en el rigor y no en los estereotipos.