Una corrida sin toros claros para el triunfo, sin embargo, tuvo interés, y mucho, para el aficionado, primero por la excelente estampa de los seis ejemplares de Lagunajanda, de finas y muy serias hechuras, además de lucir unas astifinas y descaradas defensas, pero también por la transmisión que provocó el peligro, el temperamento y la exigencia de segundo y tercero.

Y ante ellos, dos toreros que desnudaron la verdad con la que vinieron a Madrid: Fortes y Román, un par de mártires dispuestos a derramar su sangre en pos de un objetivo, el de llegar a lo más alto convenciendo y acallando las roncas, exasperantes e inoportunas voces de los que no ven, o no quieren ver, que es peor, más allá de sus narices.

Y eso que a Fortes apenas le tuvieron en cuenta hasta que la prenda que hizo segundo estuvo a punto de arrancarle la cabeza en las tres pavorosas bernadinas con las que cerró una faena auténtica y sincera, de valor sereno y mucha inteligencia, tratando de hacerlo todo muy puro y muy de verdad. Pero el grueso de su labor transcurrió entre una tremenda frialdad de los tendidos, que no supieron apreciar verdaderamente la dimensión que estaba ofreciendo el malagueño con un toro que cada embestida era un navajazo a las femorales, un animal que lo tenía todo guardado para él, esperando detrás de la mata cualquier desajuste para ir directamente al bulto.

Y ahí estuvo la importancia del torero, que, sin un aspaviento y sin vender nada, le planteó una batalla de tú a tú, aunque, ya está dicho, la gente no se enteró hasta el final. Entró la espada como vela y, aunque le pidieron la oreja, no hubo pañuelos suficientes para la concesión de un trofeo que hubiera tenido su peso en oro. La falta de criterio de los llamados exigentes quedó demostrada cuando trataron de censurarle la vuelta al ruedo, e, incluso, cuando hicieron aspavientos despectivos mientras Fortes pasaba por delante de ellos. Qué pena.

Los mismos ingratos que trataron de enseñar a colocarse a Román, que si algo tiene este torero, además de valor a raudales, es que nunca se esconde ni trata de engañar a nadie, como así hizo con el exigente y temperamental tercero. Faena también de exposición, actitud y buen toreo del valenciano, que instrumentó una primera parte de altura haciendo lo fundamental a base de quietud, arrestos y mano baja. Luego es verdad que le sobraron florituras para que aquello no decayera y para ahorrarse también el trago que pasó cuando el animal, que tampoco perdonaba una, le prendió por la chaquetilla en unos momentos de verdadera angustia. Acabó atascándose con el descabello pero, así y todo, saludó una merecida ovación.

El resto de la tarde no dio para más. Ni Fortes pudo pasar de insistente con el sosísimo quinto, ni Román hizo gran cosa con un sexto que se vino abajo enseguida. Como el salmantino Juan del Álamo, que, con un imposible, tampoco pasó voluntarioso con el inválido primero, ni con el descastado y aplomado cuarto.