Recuerdo muy bien cuándo supe del inicio de la carrera espacial. Fue en octubre de 1957 y para más precisión recién finalizados los cursos en la Escuela Oficial de Periodismo. La Unión Soviética había colocado en órbita terrestre el satélite Sputnik. Aquella proeza suponía algo inaudito en la España de entonces: el comunismo había batido al capitalismo en la tecnología espacial. Desde entonces, ya en el periódico Pueblo como redactor, mi interés por la política internacional me empujo a seguir con meticulosidad todas las vicisitudes de aquella carrera entre Moscú y Washington. El segundo gran golpe al orgullo norteamericano no tardaría en llegar. El 12 de abril de 1961, la URSS puso en órbita terrestre al cosmonauta Yuri Gagarin. Los titulares de todos los periódicos del mundo eran descomunales, aunque más descomunal fue la conmoción político estratégica en la Casa Blanca y en el Pentágono. Había que hacer algo y muy importante para no quedarse atrás en esa carrera vital para el liderazgo mundial.

Por fortuna, los Estados Unidos estaban gobernados por un estadista, John Kennedy, que llamó a rebato. Convocó a los expertos, a los científicos y, por supuesto, a los políticos. Allí estaba el ingeniero aeroespacial alemán Wernher von Braun, recuperado inteligentemente de la debacle del nazismo, dispuesto a ofrecer su opinión como impulsor de los cohetes V-1 y V-2 que bombardearon Londres durante la II Guerra Mundial. Su opinión fue muy importante. Es cierto que los soviéticos pudieron adelantarse en la carrera espacial ya que disponían de un cohete más potente que el de los norteamericanos. Pero von Braun argumentó que el cohete de la URSS no tenía la suficiente potencia para, por ejemplo, una misión espacial tripulada que llegase a la Luna. Había, pues, que construir un cohete nuevo. Y aquí von Braun dio en el clavo: Estados Unidos tenían más probabilidades de construir ese potente cohete antes que los soviéticos.

El 25 de mayo de 1961, a poco más de un mes de la hazaña de Yuri Gagarin, el presidente Kennedy anunció ante el Congreso de los Estados Unidos que antes del final de la década de los años 60, «nuestra nación ha de comprometerse en enviar a un hombre a la Luna y traerlo de vuelta a la Tierra sano y salvo».

Y eso ocurrió el 20 de julio de 1969, fecha que no olvidaré nunca. Por aquella época ejercía yo en el periódico Nuevo Diario la jefatura de Información Internacional. El Gobierno alemán me había invitado a una visita por toda la República Federal y ese histórico día me encontraba en Múnich hospedado en un hotel. Aquel 20 de julio era en Europa la madrugada del 21. Los aparatos de televisión no estaban como ahora en las habitaciones. Bajé al salón donde sí había un televisor y allí se arremolinaban bastantes huéspedes a la espera de lo inimaginable por los que habíamos asistido en los cineclubs a la visión fantasiosa del cortometraje Viaje a la Luna (1902) del cineasta Georges Meliès.

Cuando la retrasmisión avanzaba con mucho mas suspense que una película dramática, lo que más se comentaba entre aquellos clientes del hotel, alemanes y extranjeros, era un fatídico interrogante: ¿Logrará despegar el modulo lunar Eagle y engancharse al Apolo 11? Era un pensamiento general, promovido por similares palabras del comentarista alemán de la cadena pública ZDF. En ese momento me acordé de Jesús Hermida. Me lo imaginaba en TVE con su manera tan especial de hablar comentando el histórico y decisivo momento. Era buen amigo de otra lejana época cuando ambos trabajábamos para el periodismo impreso. No nos imaginábamos entonces como periodistas de televisión; y concretamente él como testigo de lo que dijo el historiador Arthur Schlesinger en 1999: «Si hay algo por lo que este siglo será recordado dentro de 500 años es porque fue el siglo en el que iniciamos la exploración del espacio con la misión a la Luna del Apolo 11».

La prensa alemana de la mañana de aquel histórico día, ya pueden imaginarse su despliegue y sus gigantescos titulares. Pero en los artículos de los editorialistas y columnistas no faltó el elogio al ingeniero Wernher von Braun. Por unos momentos ni los periodistas siempre críticos con el secuestro del experto alemán por parte americana, librándole quizá del proceso de Núremberg, pudieron contener su entusiasmo y orgullo por lo que correspondía a Alemania en este deslumbrante triunfo para la Humanidad.