Ya estamos metidos en tiempo electoral. En realidad, no hemos salido de él en los últimos años. Con el «no debate» de presupuestos, y digo «no-debate», porque nadie, ni la ministra, habló de economía, se ha abierto oficialmente el ciclo electoral. O sea, el peor momento para hablar de política. Porque, lejos de ser un tiempo en el que la ciudadanía trate a la política con respeto, en el que los políticos apelen a los votantes con propuestas que se debatan racionalmente y se presenten candidatos/as, las campañas electorales se están convirtiendo en un tiempo de ruido en el que la competición electoral es la excusa para el exceso, un tiempo en que los políticos, lejos de apelar respetuosamente a los/las votantes, quieren convertirlos en bandas de hooligans, de fanáticos idiotas.

Para ello, los principales partidos cuentan con profesionales que segmentan la población por características (los «target»), establecen los slogans que apelan a lo más elemental y visceral («claim»), buscando el impacto («led») y la aceptación («likes»). Ya no existen grupos de trabajo en los partidos que hayan estudiado los temas, piensen propuestas coherentes con la situación real y con su ideología, e intenten convencer a una mayoría. Lo que hay son profesionales de la propaganda que movilizan a los afiliados y simpatizantes dándoles frases para debates, tuits para circular, videos para viralizar. Además, se tienen, más o menos en nómina, opinadores profesionales que simplifican los temas, hacen metáforas exageradas, y califican a los otros como de «izquierdas» o de «derechas», como si un calificativo fuera en sí mismo un argumento. En vez de partidos con ideas que se debaten, lo que hay son marcas que hay que diferenciar obligatoriamente en la «competencia electoral». Marcas que se compran, que identifican al que se acerca a ellas. Identidades que sirven para calificar o descalificar lo que se diga según la marca del que lo diga. Lo importante en la lógica electoral actual, no es de qué se hable (da lo mismo hablar de igualdad, de paro o de política exterior), ni la racionalidad de lo dicho, lo importante es ser de algún grupo, que seas de «los nuestros». Parece que, en política, va pasando como en el fútbol, que lo importante no es si te gusta el juego o lo entiendes, sino si eres de un equipo o de otro. Y, por supuesto, si ese equipo gana.

Y cuando la ciudadanía entra en este juego, al que incitan los expertos y los políticos, cuando lo importante no es el juego, sino tener unos colores, todo se polariza, se construyen los «nosotros» frente a los «ellos». Se entra en la lógica política del conflicto, de la guerra. La lógica del teórico nazi Carl Schmitt. Desaparece el debate racional, no hay diálogo porque no se habla de nada ideal o concreto, ni posibilidad de acuerdo, solo posiciones extremas que nada dicen, descalificaciones, ruido y furia. La democracia se simplifica en el recuento de seguidores, desaparece lo común, lo que nos une, para subrayar lo que nos separa, lo que nos diferencia. Y, en estos contextos, es cuando aparecen Podemos y Vox, Trumps y Maduros. Para los partidos lo importante, entonces, no es convencer a los otros, a los que opinan diferente, lo importante es movilizar a los propios.

Frente a esta dinámica, una «dinámica Mouriño», solo hay tres soluciones en la ciudadanía: la denuncia permanente de la estupidez de no pocos debates, el silencio educado o el ruego a los políticos de que vuelvan a hacer y hablar de política seriamente.

No. No es solo el crecimiento de la desigualdad en la crisis lo que está generando el deterioro de la democracia y la eclosión de los populismos, pues más desigualdad había en los primeros años de la democracia. Lo que deteriora nuestra democracia son esos políticos que no respetan a la ciudadanía y quieren ponerle una camiseta, haciendo de cada votante un hooligan.

No lo permitamos.

* Profesor de Economía. Universidad

Loyola Andalucía