Desde hace ya días, cuando por teléfono hablo con amigos, coincidimos que no vemos la tele ni queremos saber nada más que lo necesario de la pandemia porque ya es bastante con estar encerrados para además ser bombardeados por opiniones variopintas y contradictorias muchas veces y no solo opiniones sino imágenes que nos revuelven el estómago en los telediarios. Por eso yo hoy he pensado que me voy a alejar y voy a contar una historia mágica que nos haga soñar, lejos de terroríficas pesadillas. Esto era una espléndido mañana de primero de marzo. Aquel día, en la sierra, justo a mis pies, cayó muerta una mirla. Apuntaban los verdes por la primavera y olores nuevos se habían entronizado en el aire y como aleluya glorioso solemne, bandadas de pájaros emigrantes cruzaban los cielos. Cazadores furtivos, dispararon a la mirla, bello elemento de aquel paisaje que, como punto negro sobre el limpio cielo, revoloteaba en los alrededores de mi parcela. Unas lágrimas brotaron de mis ojos, y mis manos reverentes fueron caricia para aquel lúgubre evento que me palpitaba con rabia. Bandadas de palomos surcaban los cielos en arrullos de amores y en el silencio de las horas y en la soledad del lugar. Atardecía, cuando regresé a la ciudad. Tráfico, gente, campanas...vida. En mi bolsillo, un par de alas negras, mágico tesoro que deseaba enarbolar para siempre como glorioso himno a la libertad. Al rescoldo de mis sueños, junto a mi almohada, un luminoso y lacrado sobre negro: las alas de la madre mirla.

Una noche, cuando ya el sueño había hecho presa en mis ojos, me despertó un extraño aleteo. El sobre negro, arrebatado de mi mesita de noche por un súbito viento, y en vaporoso zigzag, revoloteaba por la ventana, al tiempo que la sombra fulgurante de un pájaro negro se alzaba en palpitantes vuelos y se perdía en la espesura de la noche. Una maldita pandemia nos ha cortado las alas, pero no la libertad: volveremos a volar.

* Maestra y escritora