En la puerta de la frutería un vecino, que me ve con la bolsa de la compra, me dice que hay que salir a los comercios para relacionarnos unos con otros. La tienda la regenta un matrimonio sudamericano que se vino de su país buscando algo mejor para sus hijos, que están ahí enfrente, en la escuela. El vecino, ahora jubilado, fue en su día empleado de banca, cuando los bancos mantenían estrechas relaciones con sus clientes, no como ahora, que ya es casi el cliente el que le tiene que pagar réditos al banco por vigilar su dinero. Vino el siglo XXI, internet se hizo fábula con futuro y los teléfonos dejaron de ser una prohibición para convertirse en una necesidad. Y ya nadie pegaba voces porque sus gargantas se habían quedado mudas de tanto mirar y obedecer el mandato de las pantallitas, el signo del tiempo. Primero fue el cliente el que se cambió de marcha y en vez de celebrar los santos de toda la vida se pasó al almanaque de Donald Trump, que en ese momento dedicaba todo su tiempo a las máscaras y disfraces de Halloween. Y luego, un mes después, el cliente metió sus manos en los bolsillos, vio que tenía unos cuantos dólares y empezó a silbar moderadamente porque había encontrado el último fin de semana del mes, el viernes, el futuro, sin saber que el futuro, como casi todo, te lo dan ya hecho. Y para la posteridad, aquel último fin de semana de noviembre se llamó Black Friday, el viernes negro del capitalismo. Ahora, cuando mi vecino, aquel que fue empleado de banca, me comenta que hay que salir a los comercios a comprar para hacer relaciones entre los humanos me acuerdo de toda la propaganda que noviembre le viene dando al Black Friday, del que Amazon es su profeta, una compañía que tiene su sede en la nube electrónica. Y me doy cuenta de que este siglo XXI, que comenzó con el euro, es un mundo que está dividiendo a los humanos en dos grupos: unos responden a esa tribu que siempre han leído en papel, comen comida con sabor a historia vivida y se ajustan al sillón de la sala para que nadie los puntúe como desheredados. Somos los más viejos. Luego están quienes le han dicho adiós a pupitres, pizarras y trajes de carnaval y toman nota de cuándo se enchufarán al móvil y cuándo lo abandonarán por falta de eficiencia. Hace unos años, quienes leían libros eran consultados por su sabiduría. Ahora, al cabo del tiempo, observas que la vida empieza a editarse de otra manera. Y a alejarse. Como los del Black Friday, que viven a la manera de internet. Donde es difícil relacionarse unos con otros. Como quiere mi vecino, que cuando joven trabajó en un banco.