Hemos perdido a un vecino del barrio, este barrio arbolado, tranquilo y diáfano, burgués y sin pretensiones, en el que todavía se pueden ver pasar las estaciones simplemente mirando por la ventana y en el que uno (ingenua y estúpidamente) a veces piensa que nada malo puede suceder. Era un gran editor, pero supongo que la mayoría de la gente con la que se cruzaba por la calle no lo sabía. Casi nunca iba solo, o bien paseaba a su perro o bien arrastraba una maleta, a veces iba acompañado de su bella novia.

El perro confirmaba esa regla de que en general los amos y sus perros se parecen, era grandote, con aspecto bonachón y algo despistado. Era un perro de raza con un impresionante y larguísimo pedigrí, pero no era un perro vanidoso (se tambaleaba un poco al caminar, parecía capaz de tumbarse en cualquier momento si algo no le parecía divertido) y no era uno de esos perros cursis y espantosos que solo les gustan a las personas a las que en realidad no les gustan los perros y que hubiesen debido tener gatos. Era un perro de verdad.

Amo y perro tenían esa elegancia, tan barcelonesa, que consiste en ir un poco desastrado. Los jerséis son de cachemira pero tan viejos que están agujereados (a menudo una herencia de los padres), las camisas de darles tanto uso han perdido el color original y son de un verde o de un azul desvaído con los puños y los cuellos algo raídos, el calzado es utilitario y pueden llevar los mismos zapatos durante 15 años, nunca van peinados, nunca llevan relojes rutilantes. Nada en su aspecto parece nuevo, pero nada parece viejo, como si todo estuviese allí desde siempre, como si Marcel Proust ya les hubiese retratado hace cien años. Todos en la familia de mi vecino son así.

Recuerdo a su tío Toni, también editor, cuando venía de visita y uno le preguntaba cómo iba su editorial, siempre respondía: «Mal, fatal», aunque la editorial fuese estupendamente y sus libros se vendiesen como rosquillas. La humildad es una de las formas capitales de la elegancia. Y el sentido del humor.

Recuerdo una vez que me encontré a mi vecino y a su perro por la calle. El amo, con la misma pinta de sueño que el perro, llevaba un jersey con un inmenso lamparón en el pecho, se lo señalé riendo, otra persona se hubiese sentido avergonzada o incómoda, él se echó a reír conmigo y me dijo que al llegar a casa se lo cambiaría, estoy segura de que se olvidó y no lo hizo.

De todos modos era el más elegante del barrio. El perro era cariñoso pero sin exagerar, a veces ponía cara de filósofo sabio y a veces parecía un tontorrón loquito (como aparentan siempre los perros juguetones). Ambos parecían bondadosos.

¿Quién paseará ahora a su perro?

* Escritora