No es que uno haya vivido tanto como para contarlo, pero triunfa la idea que ronda la cabeza tiempo ha tras haber escuchado juicios de todo tipo acerca de las bondades o no de intérpretes del arte flamenco, en virtud de su forma de cantar. Hay flagrantes contradicciones de las que no estamos exentos los que de cuando en cuando escribimos sobre esta temática. Las contradicciones las vamos a situar cronológicamente en el punto donde se inicia nuestra particular experiencia como espectador de las troupes en los teatros de provincias, donde aparecían en cartelera La Niña de La Puebla, Juanito Valderrama, Enrique Montoya, Emilio El Moro, La Niña de Antequera, Lolita Sevilla, Porrinas de Badajoz, Adelfa Soto, Curro de Utrera, Fosforito…. Son nombres dichos de forma abigarrada y juntamente, que habían de ser bautizados genéricamente como de la ópera flamenca, presenciados por esos escasos nueve o diez años a finales de los cincuenta del siglo anterior y muy a principios de los sesenta. Ellos en mayor o menor medida, con el precedente de Pepe Marchena, hicieron propicio el conocimiento de los aires flamencos, con todas las precisiones y reparos que quiera hacérsele.

Había una nota distintiva, cual es el predominio de voces más cercanas a lo lírico, dadas en llamar genéricamente como laínas. El prototipo más lejano de las mismas fue Antonio Chacón, capaz de cantar una malagueña o un aria operística. También hay referencias del Señor Revuelto, sic, en grabaciones de cilindros de cera junto con El Mochuelo y otros, con otras referencias lejanas como El Planeta, el Fillo o El Nitri -ardía en deseos Silverio Franconetti de escucharle a este último la siguiriya que le dejó como legado su tío El Fillo-; lo cierto es que cuando uno va sedimentando recuerdos percibe que por ahí le fue entrando este arte singular, por más que el tiempo, las circunstancias y un largo etcétera hayan contribuido a conformar una idea más completa, hasta poder afirmar que se crean polémicas artificiales y potenciales olvidos relativos que enfrentan marchenismo con mairenismo y voces afillás con laínas, pues a cada voz le cabe su crédito y descrédito en virtud de la época que le tocó ser moda o no. Y es que sucede algo así como que hay intérpretes que hacen bueno lo que tocan, tanto da que sea en sus manifestaciones cantaoras, como en cine o teatro; se llama fruslerías a aquello que no tiene, bien mirado, tanta importancia y que pasa a ocupar un lugar de relevancia. Aquí abundan las citas de autoridad en forma de ¡¡¡ortodoxias y heterodoxias!!!; mas el tema se hace más complejo con las letras que se pueden abordar según el tipo de voz y temática, porque intérpretes hubo de aquella época que adaptaban a Machado en la época de la eufemística autocracia y no parece que fuese la voz lo esencial.

Parece oportuno el momento para la referencia «a pelearse con la voz» hasta sacar el cante adelante, como le ha sucedido a los miembros de la saga Agujetas, con el consiguiente encogimiento de corazón de los espectadores que no supieran que era una característica familiar muy asentada genéticamente. Ha habido intérpretes más cercanos en el tiempo que han hecho ejercicios meritorios día a día; los dos ejemplos más cercanos que se me ocurren son Fosforito, maestro donde lo haya en el dominio de los diversos palos flamencos y que muy bien conoce los registros que su voz ha atesorado y Carmen Linares, un buen ejemplo de voz que contraviene el “a punto de romperse” que nos ha deleitado. No es una voz portentosa, al menos actualmente, pero tiene un gusto en la elección temática y un dominio del escenario que para sí quisieran otros intérpretes. Y es que llegados a este punto conviene reseñar que son malos los apocaliptismos que flaco favor hacen a la mesura.

* Profesor