Les pongo en situación. Última clase lectiva del primer (y esperemos que último) curso académico-covid, ese que marcará, sin duda, a varias generaciones. Una Maestra -sí, con mayúsculas, entiéndase el gesto a modo de condecoración ortográfica- ha convocado un teledesayuno de despedida, aparcando los libros y explicaciones que durante semanas compartió con su alumnado a través de pantallas (o de whatsapp o llamadas para los que no tenían medios, que ese es otro debate urgente pendiente).

La teleprofe toma un zumo y algo de comer desde su mesa de trabajo, ahora sita en una habitación de su propio hogar, mientras sus chavales hacen lo propio con ella en una videoconferencia. Risas y confidencias. Hay emoción. Hasta se le hace llegar algún montaje fotográfico con sus peques, elaborado con ayuda de otra colega de profesión, en un intento de llenar... «el vacío». Porque ella, acostumbrada a revestir de humanidad su indudable autoritas con su clase, admitió su «vacío» por no poder abrazar, besar y tener gestos cercanos con sus discípulos de ocho años, esos que ya no estarán bajo su batuta a partir de septiembre.

Maestra. Maestros. Vacíos. Y mucha incertidumbre. Dudas sobre el próximo curso. Sobre sus capacidades para afrontarlo, cuando la salud propia y ajena siguen en juego. Interrogantes sobre si el esfuerzo que, contra el reloj, han hecho un enorme puñado de ellos (hay excepciones, claro) reconvirtiéndose a la fuerza en teledocentes ha dado frutos. Y no sólo en lo que atañe al aprendizaje de temarios, sino en el acompañamiento a unos menores necesitados de anclajes con su realidad.

El tiempo dirá si el telecole, digan lo que digan las notas, sirve para paliar el golpe en la psique de una chavalería confinada contra natura. El tiempo dirá también si los mayores hemos aprendido otra lección de vida: que la Educación, como la Sanidad, deben ser objeto de pacto de Estado y una intocable apuesta estratégica. De supervivencia. Nos la estamos jugando. Mientras... gracias Maestra. Gracias maestros.

* Periodista