En el siglo XIX España recibe a numerosos foráneos atraídos por el hundimiento de su historia imperial, sus variadísimos paisajes y folclores o sus monumentos singulares. Una España --eso, también-- convaleciente de las glorias pasadas, polvorienta, sin asfaltar, pero con gentes desaprovechadas de inteligencia tan segura como el analfabetismo que imperaba. Quizás aquellos visitantes románticos son el antecedente de los hispanistas que proliferaron en el siglo pasado. Destacando, en lengua inglesa, Hugh Thomas, Paul Preston e Ian Gibson, dedicados al estudio de la cruel guerra civil del 36; y, en idioma francés, con una perspectiva historicista más amplia, Marcel Bataillon, Josep Pérez y Jean Sarrailh.

Para destacar la importancia de los franceses vamos a detenernos en ellos con concisión.

Marcel Bataillon recorre, con amplia erudición, la influencia de Desiderio Erasmo de Rotterdam en nuestra tierra --Erasmo y España--, donde sus ideas humanistas gozaron, en un principio, de la protección oficial --el canciller Gattinara, el secretario imperial Juan de Valdés, los arzobispos de Toledo y Sevilla--, hasta que muchos católicos obtusos las proscribieron, al olfatear en el erasmismo el mismo tufo del gran cisma protestante que quiso sacar a la Iglesia de una degeneración que tenía su origen en el trato mercantil que daban a las indulgencias. Pero, desde mediados del XVI, el erasmismo fue sometido a vigilancia y censura, hasta que acabaron con él los inquisidores paranoicos que tanto abundaban en aquella España de los tercios de Flandes.

El catedrático de la Universidad de Burdeos Josep Pérez estudia definitivamente el auténtico ser de las Comunidades castellanas y su guerra perdida, en dos obras: La revolución de las Comunidades y Los Comuneros. Para el docto profesor, la época de Carlos V fue un tiempo de prestigio y preponderancia española; pero le queda la impresión de que aquella gloria imperial se realizó a expensas de la nación, al evaporarse, tras cortarle la cabeza a los cabecillas Bravo, Maldonado y Padilla, un programa político que pretendía establecer, como en Inglaterra, la preeminencia del reino sobre el rey, pues para los patrióticos comuneros el césar Carlos, ayudado por el alto clero y la alta nobleza, sacrificaba los intereses generales a los suyos, personales y dinásticos, al considerar que el quehacer público se prostituía al intervenir el pueblo abiertamente. Un estribillo muy propio, siglos después, de absolutistas con peluca y de dictadores de tomo y lomo.

Pero, tal vez, la cumbre de los hispanistas franceses de la pasada centuria sea el rector de la Universidad de París Jean Sarrailh en su obra La España ilustrada, de la segunda mitad del siglo XVIII. La tesis desarrollada en más de 700 páginas, intensas de datos e ideas, es que España gozó durante la Ilustración, cuyos vehículos más populares fueron las Sociedades de Amigos del país, de una minoría selecta semejante a la de los países punteros de Europa, aunque, eso sí, fueron pocos y mal distribuidos para poder propagar bien las necesarias luces. A lo que cabe añadir la pobre escolarización y la abundancia de reaccionarios bravucones a quienes no les cabía en su pobreza intelectual que la cultura fuese «la fuente de la felicidad personal y consiguientemente de la prosperidad pública ya que esta es la suma de las felicidades individuales», como predicó el gran Jovellanos, que fue zaherido, encarcelado y al que retrató Goya con casaca, medias hasta la rodilla, la mano en el mentón y la mirada desilusionada perdida en el horizonte de la injusticia y la mezquindad.

Acabamos esta breve excursión por las obras de dichos hispanistas pensando que la Historia nunca se repite, aunque, en ocasiones, se parezca. Lo que habrá comprobado el curioso lector leyendo los párrafos anteriores sobre erasmistas, comuneros e ilustrados, a los que, sin disonancia, se pueden sumar idearios más próximos.

* Escritor