Hubo un tiempo en que cuando se planteaba el teletrabajo de una manera general se necesitaba hacerlo desde la ciencia ficción. Considerar que se hiciera realidad el teletrabajo como una organización laboral en la que por desempeñar una actividad concreta o prestar servicios a terceros nos pagaran; eso sí, a través de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) como contacto entre el trabajador y la empresa; y como guinda, que no tuviéramos que ir físicamente a un lugar concreto de trabajo, pertenecía al ideario de un mundo feliz. Pero hete aquí que la pandemia ha hecho patente aquello de que la realidad supera la ficción. Y teletrabajar durante el confinamiento se ha convertido en un banco de pruebas para esta modalidad a distancia de trabajo. Y a la postre se ha revelado como una necesidad, además de como una evolución lógica y oportuna del concepto de trabajo en su acepción de ocupación retribuida. Pero cuando las circunstancias son forzadas por las contingencias hay que realizar una puesta de valor de no solo los pros, sino los contras. El que desaparezca el ambiente laboral y que las relaciones sociales sean mínimas, añadido a que el ambiente laboral, familiar o de ocio se confundan, puede generar situaciones de estrés y conflictos. El teletrabajo nos impone además exigencias psicológicas a las que habrá que adaptarse y que probablemente no podrá recoger ninguna ley de teletrabajo y que, como en otras ocasiones, deberá de asumir el propio trabajador y a la postre su familia. El carácter solitario del teletrabajo, el sedentarismo, los posibles horarios ilimitados incluidos los fines de semana, la falta de contacto físico con otros compañeros de trabajo, el depender solo de un jefe al difuminarse la jerarquía laboral, la falta de control de las condiciones y medios en el ambiente de trabajo... No sólo necesitamos una ley que regule el teletrabajo. Es necesaria mucha educación y un gran esfuerzo de adaptación.