Crecí en una familia en la que el lenguaje se tomaba muy en serio. El tipo de familia en la que, ritual y religiosamente, se detiene cualquier conversación para consultar el diccionario y depurar responsabilidades sin misericordia. Seguimos conservando, los que quedamos, casi la misma escala de alabanzas. Un nivel básico («es una señora»), uno intermedio («es inteligente») y uno que supone nuestro máximo honor: «escribe bien». Si presenciamos una actuación en la que alguien da lectura a algo mal escrito, o cursi, o injustificadamente pedante, comenzamos a lanzarnos miradas de aviso, como tiburones oliendo sangre en el mar. Mi disciplina, lo pienso mientras escribo, fue siempre mental: había que ordenar la cabeza antes que los juguetes.

Nosotros ya no, para alivio y vergüenza tal vez, pero el uso que en mi casa se daba al lenguaje era el teatro. Somos tan hijos del teatro mi hermano y yo como de mi padre. Como los hijos de músicos pasan el día oyendo el ensayo, nosotros tuvimos por normal oír de fondo unos versos, un monólogo o la constante corrección de un acento o un tono, que habría llevado a la desesperación o al llanto a cualquiera ajeno a ese ejercicio. Nada tan típico de mi casa como mi madre o mi abuelo, el vacío en las pupilas, certificando que a un verso le sobra una sílaba. El teatro era nuestro objeto, el conocimiento familiar, y los ensayos y la memoria musculosa, y las paredes de la clase de mi padre llenas de figurines. El teatro era, definido por mi abuelo, un triángulo. Una voz, una luz y el público. No pasa un día sin que piense en esto, que es una idea de enorme poder. Hasta que el teatro murió. Igual había pasado antes, pero me llegó la noticia el 21 de enero de 2001. Recuerdo a mi madre leyendo solemnemente el artículo de Javier Marías de ese día, en el que explicaba que las limitaciones y las mutaciones sobre el teatro lo hacían insoportable, especialmente comparado con el cine. Leímos el artículo varias veces, incrédulos, como si fuera una esquela de alguien muy joven.

La grandeza y la servidumbre del teatro es la misma cosa: depende del público. Cambia según quién lo vea, dónde se haga y quién lo interprete. Creo que los tres pilares, últimamente, carecen de la menor armonía. Las funciones empiezan muy tarde, y terminan siempre fuera del horario de autobuses. Debería haber una línea especial Aucorsa «cultura» como la hay para ir al fútbol. Como público, nos entusiasmamos con la periódica visita de La Cubana, el Tricicle o el último montaje en el que actúa un actor visto, recientemente, en alguna serie de televisión, cuanto más chusca mejor. El aplauso está garantizado, porque aplaudir nos crea la ficción de que estamos viviendo algo digno de aplaudir, cuando no suele ser el caso. No castigamos, ni percibimos, la falta de técnica, ensayo o esfuerzo sobre un escenario, y el actor lo sabe, y alguno se excede en la soberbia. Otra lección: cuando los actores se divierten, el público se aburre. Convendría no olvidarlo.

* Abogado