En del sonido del tambor, en su retumbar y sus pausas, están todos los miedos y alegrías del ser humano. Algo debe tener su ritmo --quizá porque encierra una historia de milenios, tal vez porque su uso está relacionado con los primitivos mensajes grupales-- conectado con lo más remoto del cerebro, que transmite unas emociones precisas y claras, inteligibles en todas las culturas: alarma, llamada a la lucha, duelo, celebración, esperanza... El tambor llega directo al corazón, libera los impulsos, acelera el entusiasmo, certifica la pena, invita a la fiesta.

Las tamboradas españolas han recibido el título Unesco de Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, entre ellas los tambores de Baena, las turbas de colinegros y coliblancos. Los judíos, entendidos como personajes penitentes, acompañan y definen la Semana Santa baenense desde hace dos siglos. Pero la tradición que incorpora el tambor, como ha explicado el periodista Francisco Expósito en su web www.semanasantabaena.es, empezó a cuajar a comienzos del siglo pasado, ordenando y dando sentido a esas cuadrillas que hoy ofrecen una deslumbrante presencia uniformada, con los vivos colores, el casco y la cola de caballo (y el puro entre los labios) de los hombres y (ya sí) mujeres que expresan su dolor en un bramido metálico que se prolonga tras los desfiles procesionales y lo invade todo. La fuerza del sentimiento, el arraigo y la singular personalidad de un pueblo quedan expresadas a través del tambor. Hondura y verdad que ayer fueron reconocidas por la Unesco.