En su lecho de dolor el hombre se siente solo, profundamente solo. Un día no pudo levantarse de la cama y empezó la agonía. Un día comenzó a ser intoxicado por la certeza de que aquello iba a ser un verdadero calvario, el suplicio del deterioro fugaz, el empeoramiento a pasos agigantados por más frases tranquilizadoras que le destinara su pareja, tranquilo, cari, que ya mismo estás bueno y nos vamos de marcha, ¿cómo que no?, anda, tómate esto.

No puede respirar. Tanto tiempo disfrutando el lujo de respirar en condiciones sin darse cuenta y ahora no puede respirar. Se le seca la boca. Las sienes van a reventarle cuando trabajosamente consigue darse la vuelta en la cama. Le trajeron unos auriculares pero no tiene ganas de nada, no tiene ganas de oír gilipolleces y canciones vacías y goles en directo y publicidad en bucle con lo que tiene encima. Solo quiere estar bueno y salir a correr y comerse un buen bocata a la vuelta. La idea de comer le desagrada justo ahora. Casi le parece inconcebible el simple acto de tragarse algo.

No sabe exactamente qué hora es. Se ha puesto la norma de no coger el móvil y no tiene ningún reloj a la vista. Se desespera. Piensa en el trabajo desde una distancia oceánica, como si fuera el trabajo de otra persona, una persona que no es él y que está en el otro lado de la frontera, el lado de los que no dependen de la hipermedicación para encontrar algo de alivio a sus males. Todos los afanes laborales le parecen insustanciales y vanos en su situación. Las disputas por el puesto de director creativo, la campaña de los portugueses, los tacones de Marta resonando por el pasillo el lunes a primera hora, el informe trimestral me tiene que llegar hoy sí o sí. Todo es nada cuando la cosa se pone fea. Todo. Los ascensos, los piques, la presión.

Una sinuosa conexión en su cerebro (tal vez relacionada con su debilidad, con su postración) lo lleva hasta su infancia: es una mañana de invierno y su abuelo calienta el pan de las tostadas directamente en el fuego de la cocineta. Es una época bonita. Todo el mundo respira bien y nadie está en cama completamente derrotado.

Otra vuelta. No quiere mirar el móvil, no quiere mensajes de ánimo y emoticonos sonrientes en este trance. Quiere estar solo pero no quiere sentirse solo. Prueba con una incorporación y se marea. Le suda el pelo, maldita sea mi estampa. Se oye la llave. Es su pareja, la única persona que lo cuida. Le dijo que a lo mejor se podía escapar antes de la consulta. Hasta que oye su saludo alegre desde el recibidor, el hombre no se da cuenta de cuánto estaba necesitando el calorcito de su presencia. Llevaba un siglo esperando que apareciera en el cuarto con el Aquarius de naranja que le ha encargado. Llevaba un siglo esperando para decirle con voz quejosa que se ha puesto el termómetro, que la mierda de gripe no le baja de 38.7 y que está peor, bastante peor, exagerado de qué.

* Profesor del IES Galileo Galilei