El pasado 3 de enero nos refugiamos en un palco del Gran Teatro para oír el concierto de la Orquesta Joven de Andalucía, dirigida por Heras-Casado. En el descanso estudié el patio de butacas, como un pájaro. Pienso mucho en lo que ignora el vecino de quien se sienta a su lado, de quien le indica dónde está una calle, de quien le da la hora. ¿Sabrían por ejemplo las compañeras de D. Antonio Barrios, que allí estaba, que él solo acumula más horas de teatro y escenarios que todos los intérpretes del concierto? Arrastré mi vista, curioseando más allá de D. Antonio, hasta que lo encontré en las últimas filas. Estaba tan delgado como siempre, embebido en el programa (puede que el género literario más pretencioso de las letras), alimentado en apariencia por su propio pensamiento, por un metabolismo que quemara inteligencia en vez de grasa. ¿Sabrían las señoras que se despidieron de él educadamente, o el espectador que compartía reposabrazos, quién era?

Tal vez. A mí me habría avergonzado que levantara la vista del programa y me encontrara mirándolo. Y allí estaba, con esa aparente seriedad que conozco bien, la constante esperanza de encontrar el bálsamo. Una mueca de estar soportando el fuego, cómo no: el de los omniopinadores sin bibliotecas, el de políticos que hablan de «competencias core», el de analfabetos que escriben libros de poesía, el del poder como embrutecimiento, el de la exaltación de la precocidad y la confusión entre mérito y prontitud, el del fusilamiento del idioma y sus notas y la sutileza, el de lenguas tan abotargadas de veneno que impiden a sus dueños apreciar que dicen ambos la misma estupidez, el de creer que los aplausos son una moneda de razón, el de las radiaciones de egolatría y arrogancia que contaminan cada átomo de aire que llena los pulmones. Imaginen tener una inteligencia tan excesiva que contemplar el mundo fuera doloroso. Y aún así, salir a él buscando la cura, que no es otra que la esperanza en el talento de los demás. ¿Comprenden el drama, la generosidad necesaria?

Comenzó la Sinfonía Titán de Mahler y se le dibujó en la cara una sonrisa de alivio. Uno no ha querido en algún momento de su vida más que ser testigo de vez en cuando de esas huidas del dolor, y hoy es un día tan bueno como cualquier otro para reconocerlo. En su compañía aprendí algo que será mi sudario: el destino de un pensamiento valioso, el fruto en el que clavar los dientes, es el fracaso. Rilke, Requiem: «¿Quién habla de victorias? Sobreponerse es todo». El triunfo es una mediocridad, una antorchita enlatada para que las polillas se frían danzando a su alrededor y despejen el cielo oscuro del águila. ¿Qué creen que hay en la cumbre, salvo la bandera del previo imbécil? La mirada se le mantiene al abismo, y ahí te nacen las escamas doradas: «Eloquentem neminem video factum esse victoria».

Pocos sitios más brillantes que su sombra. Porque de sombras de hombres como don José Javier Amorós, uno solo sale para envilecerse.

* Abogado