La Unión Europea define: «Son pobres aquellas personas, familias o grupos cuyos recursos (materiales, culturales y sociales) son tan limitados que los excluyen del modo de vida mínimo aceptable en el estado miembro en el que habitan». ¿Cuál es el modo de vida mínimo aceptable? Pues depende de muchas cosas: si no bebe ni fuma, mejor para su salud; si no lee, no necesita comprar libros ni periódicos; si no va al cine ni al teatro ni a la ópera, pues eso que se ahorra; y si no viaja, porque a dónde va a ir con lo caro que está todo, solo le queda no sacar el coche, si lo tiene, y apañarse con lo que encuentre en el frigorífico, apagar la televisión y la estufa para reducir la factura de la luz, que mañana será otro día. La hipoteca del piso y otras facturas es ampliar la casuística y bordear la morosidad tanto como caer en la morbosidad.

Esta apariencia de vida se puede aguantar, no es imposible, depende de las tragaderas de la gente de cada país, de su idiosincrasia. Como haya muchos ciudadanos que crean que «no es más rico el que más tiene sino el que menos necesita», las cosas marcharán pacíficamente, aunque se resienta el consumo. Como no, lloverán los palos. En el nuestro yo diría que hay que preguntarle a los dos millones de enfermos que tienen que optar entre pagarse las medicinas o comer, y a los más de tres millones en edad laboral que están en paro, y a los dos millones y medio menores de 16 años que viven en riesgo de exclusión social, etc, etc, etc. Para mí que estos grupos se pueden catalogar de pobres. Pero como que no se nota, ¿verdad? Y si se escucha bien el aparente griterío político, diríamos que el sonido es monocorde, pues la derecha intenta imponer en la agenda electoral el problema territorial como único orden del día.

En Francia, por poner un ejemplo cercano, los franceses llevan meses armándola por nimiedades, como el salario mínimo o el precio de la energía, y donde no vuela una piedra, explota un cóctel o arde un coche. Y luego nos endilgan a nosotros la fama de violentos, de celosos, de salvajes, de bárbaros, ¡de africanos!, por quítame esa paja o aquel lazo, cuando yo me atrevería a decir que somos los más sufridos, austeros y alegres del mundo: no hay más que ver cómo nos ponemos a cantar por no llorar. No somos mansos, pues según cantó el poeta «Nunca medraron lo bueyes/ en los páramos de España», sino que aquí a los bravos se les mete periódicamente en la plaza de toros y se les fusila.

Esta costumbre nos ha hecho un tanto prudentes en los últimos tiempos e. incluso, nos lleva a creer, más que otros europeos, en la democracia representativa y en Europa, aun a riesgo de olvidar, como señala Larval y Dardot (La nueva razón del mundo):

1) Que al poner el funcionamiento de la empresa privada en el corazón de la acción pública se subvierten radicalmente los fundamentos modernos de la democracia, es decir, el reconocimiento de los derechos sociales vinculados al estatuto del ciudadano; y 2) que la gobernanza europea impone de entrada la obediencia a los organismos que representan los grandes intereses comerciales y financieros.

No hay que sorprenderse, pues, si la extrema derecha se pega codazos con los neoliberales para salir a escena y siempre será mejor echarse a los cerdos que nos despedacen los lobos.

* Comentarista político