A orillas del río Guadalquivir, allá donde se hunde Sierra Morena y crece un fértil valle, se levanta un cerro de piedra negra forzando un meandro del gran río de Andalucía. De las entrañas de la tierra manaba una fuente antigua y venerada por todas las civilizaciones para gozar del espectáculo de las vegas y las suaves colinas de una campiña que se divisa al fondo.

Aquel cerro fue habitado desde la prehistoria. Por allí, la cultura de los Metales dejó su huella; y los romanos montaron un alfar, al que llamaron Saxum Ferreum. Sus ánforas y su codiciado aceite fueron transportados por el Baetis hasta Roma. Los musulmanes conocieron aquel lugar sagrado y montaron una necrópolis. Desde el promontorio, el rey poeta Al-Mutamid disfrutó de un guiso de conejos con caracoles mientras contemplaba el al-wadi-al-kabir ancho y sereno por las tierras de la Isla y el Remolino.

Y quisieron los cristianos que aquel páramo divino entre encinas y alcornocales, junto a la Fuente de los Condes, fuera una ermita blanca para la Virgen de Belén e ir a rezarle por los caminos de la Barca entre naranjeles de viejos romances cubiertos de azahar. Siglos han pasado por los contornos del Cerro de Belén. El camino real y el camino de hierro, el ferrocarril, entre Córdoba y Sevilla lo mutiló por el norte; el puente de hierro lo comunicó por el sur, y la vieja ermita se alzó como una bella capilla por el mirador inmaculado entre la espadaña y la arboleda.

Y ahora ha venido el obispo y un joven cura, Francisco Gámez, y nos decretan que aquel lugar sagrado es un santuario. No tenemos duda de ello, ni en Palma del Río ni en todo el Valle del Guadalquivir. Santuario fue para los hombres y mujeres que bebieron sus aguas, amasaron el barro para cocer hermosas ánforas, descansaron de las batallas y de la vida, se recuperaron de epidemias en el Lazareto de Belén o fueron andando, a caballo o en carrozas a la romería de la patrona de Palma del Río. La antigua, ilustre pontificia y real hermandad de Belén están de enhorabuena.

* Historiador