Una de las consecuencias de este buenismo imperante es la querencia a reducir las acepciones de las palabras. Justificado o no este proselitismo, lleva en muchos casos al empobrecimiento del lenguaje, escudado en el manierismo de las simplificaciones. Y en esa embestida de lo políticamente correcto, raro es que aún se mantenga en pie el segundo significado de lo rústico que nos entrega la RAE: tosco. No es el único caso en el que lo rústico parece alejarse de las evocaciones del refinamiento. Las ediciones en rústica afloraron en tiempos de democratización de la lectura, cuando los pasquines se antojaban demasiado cortos para las mentes inquietas y las tapas de cartoné se reservaban para las clases pudientes. Sin embargo, este tipo de encuadernación se universalizó como el uso de los tejanos. El reverso de este retintín peyorativo de lo rural irrumpe en el agrimensor, aquel que posee el arte de medir la tierra.

Urbs frente a Rus, el latín, e incluso el griego, para consagrar la vis atractiva de la polis. María Antonieta, en el Pequeño Trianon, jugaba a ser pastora, desintoxicándose falazmente de las opulencias de Versalles. Y las serranillas del marqués de Santillana antecedieron esa exaltación de lo campestre, la rima hedónica que busca en las eras la lozanía.

No se han vuelto pastoriles los candidatos. La mayoría, incluso, se muestran patosos en la liturgia campesina. Y, quiérase o no, estos dirigentes urbanistas inconscientemente reflejan el desdén que la metrópolis guarda hacia lo rural. Ni siquiera se precisa extraer la viga en el ojo ajeno: ¿cuántos de ustedes sabrían las aldeas incluidas en el término municipal de Fuente Obejuna? La singularidad de esta llamada de atención no se centra tanto en la toma de conciencia frente a la despoblación; más bien es causada por las coordenadas del tablero electoral. En época de mayorías absolutas, eran prescindibles las botas de agua, y las incomodidades de driblar los purines y el barro. Pero esta fragmentación de la derecha, junto a la babelización del espectro político más izquierdista, lleva a pelear cada escaño pedanía por pedanía. Ahora, en el cursillo acelerado de un elegible, toca hablar de la Política Agraria Común; de la cuota láctea; o a saber manejarse con la arroba como unidad de medida. Y, por supuesto, poner el grito en el cielo con la despoblación, creyéndose un rey ilustrado en el propósito de fundar nuevas colonias.

Esta provincia tampoco es ajena a la amenaza del vacío. Es cierto que aún no se ven los estragos de Castilla, parte de la cornisa cántabra o el páramo aragonés. Pero Córdoba tampoco es precisamente una estela del auge demográfico del corredor mediterráneo. El propio norte de la provincia tiene tintes machadianos -el de una Soria sin olmos- y su alícuota en las numerosas campañas de las ciudades invisibles fue reclamar la parada del Ave en Los Pedroches. Malthus comienza a convertirse en un profeta en gran parte del planeta, pero en la península Ibérica le ha salido rana su crecimiento exponencial, siendo este cada vez más un país de viejos.

Estos menguantes pero disputadísimos votos fuerzan a todo el espectro político a visionar soluciones frente al horror vacui poblacional. De entre todos los vectores manejables, está claro que uno de los antiguos problemas se ha tornado en solución: el manejo de la información ya tiene menos puertas que el campo, pilar donde asentar una mejor calidad de vida. A partir de aquí, no queda otra cosa que arremangarse, la metáfora común que vincula al campo y a la ciudad.

* Abogado