Competían rumanas y golondrinas a la puerta del templo. Ellas, las rumanas, oscuras y con colores turbios, sentadas en una parte de la escalinata de acceso. Las golondrinas, inestables y arriba, llorando a lágrima viva o entre grito y grito, porque habían destruido sus nidos o no los encontraban en su lugar. El lenguaje de los pájaros podía adivinarse, entre sus prisas, aleteos y cortos giros casi sonoros. El lenguaje de las rumanas, todas mujeres jóvenes, era el de siempre: palabras mal hilvanadas, murmullos.., suficiente para entenderlas sin ser escuchadas: importaba el gesto con la mano abierta como bandeja o scutella de iglesia bajo la boca con el gesto incluido como repentina y corta sumisión. Eran evidentes, día tras día, sendas rutinas con calidad de oficio: la pedigüeña, que ha de sobrevivir y el hombre que vive en una sucesión de días iguales, que busca, a veces, la contrariedad para sentir su propio corazón.

Quiero pedir perdón a mi rumana por este trato posesivo que jamás conoció, para que ello me sirva de descarga de lo que pueda tener de machismo vanidoso. Fue como un deber, una obligación o un íntimo mérito, escaso, que me impuse por mis defectos y culpable indiferencia. Nadie podía exigir. Mi arrepentimiento por tanta ignorancia de dónde se encuentra y mi total capacidad para empujarle un poquito en su difícil existencia. La nombro como mi rumana sin tener un motivo, ni el más mínimo. Como mi trato con cualquiera de aquellas golondrinas con sus gritos de descomposición y abandono, de locura en torno a la mancha, si acaso, de lo que había sido su vivienda. Conocía mucho más de ellas, de las golondrinas, sus chirríos o gritos, que de aquella chica joven, solo con los años justos menor que su propia madre, enferma ésta de la peor hepatitis y que arrastró la enfermedad en la calle con las exigencias de sus amos de la furgoneta blanca. ¡Menudo trabajo! .

Las golondrinas, siempre elegantes y dignas, volvieron a sus casas, tras un invierno por sus pueblos lejanos. Las rumanas, mi rumana estaba allí, con su falda larga hasta los pies y su desgana. Podía ser cualquiera o pudo serlo, hasta que tuve la ocurrencia, el falso privilegio para con ella de separarla un poco de aquel grupo, todas muy jóvenes, que obedecían, aparecían o desaparecían cuando llegaba hasta allí y sin palabras, la furgoneta blanca. Nos unió el primer euro y ya quedó expectante. Cada día lo soltaba en su mano de cobre y ella lo agradecía siempre con las mismas palabras. «¡Hola, amigo! ¡Amigo! ¡Muchas gracias a ti!».

Pero tuve que ausentarme unos días y no pasé por la puerta del templo. Por fin una mañana, no tuve más remedio, con la menor intención, ni siquiera ya el recuerdo de aquellos propósitos. Me salió al paso levantándose de aquella escalinata, como siempre, con algunas de sus compañeras, que ya me conocerían por lo que les hubiera contado. Lo hizo con la desgana añadida de cierta seguridad: su manera crónica de parecer cansada. Sonreía ante mí con la mano abierta. «¡Hola, amigo! Yo no te veía de mucho tiempo. ¿Qué pasas tú? ¡Estás malo, amigo?». No tenía motivo que yo recuerde pero sentí necesidad de evitarla. ¿Con qué descaro me asaltaba, me exigía? Es lo que me pareció. Escapaba a mis esquemas de director en aquel acto o aquella relación exclusivamente mía. Tocaba las monedas en mi bolsillo pero, de repente, necesitaba escapar a lo que me pareció una obligación.

Después de aquel día no volví a verla. Pasó el verano y las golondrinas acabaron sus casas de barro para regresar por la primavera siguiente. Yo no tenía ninguna necesidad de ellas, pero volvieron. Y lo siguen haciendo.

* Profesor