No hay unanimidad en la definición de justicia. No compartimos un significado universal para esta palabra, por otra parte, tan manida; por eso sigue habiendo personas que creen que si algunos conciudadanos pasan hambre o necesidad es porque quieren o porque tienen lo que merecen. Es esta insolidaria visión de lo que debe ser la justicia social lo que explica que un país como España, que se vanagloria de situarse entre los más avanzados, no deja de ser el segundo país con más pobreza y mayor brecha social de Europa, solo superado por Rumanía.

La AIREeF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal) acaba de lanzar la propuesta de creación de una renta mínima universal. Sugiere que sea estatal, compatible con un empleo, pero condicionada por el nivel de renta del aspirante, y con la posibilidad de ser complementada por las comunidades autónomas. Esta renta universal vendría a sustituir otras rentas ya existentes con un objetivo similar, pero sus proponentes aseguran que sería capaz de reducir el índice de pobreza de forma radical y situarnos entre los mejores países de Europa.

No es la primera vez que se habla del salario universal. De hecho, en España hubo intentos de iniciativas de legislación popular apoyadas por los sindicatos, que no llegaron a cuajar. En nuestro entorno ha sido relevante el experimento de Finlandia, que comenzó a principios de 2017 sobre un grupo de 2.000 personas desempleadas entre 25 y 58 años. Recientemente se ha publicado un balance de resultados, que sugieren una mejora en la calidad de vida de los sujetos que participaron en el experimento, aunque sin un efecto positivo claro en la mejora de la calidad del empleo.

Al margen del obvio efecto directo sobre el bienestar de los ciudadanos afectados por el desempleo y la miseria, que ya de por sí podría justificar moralmente la implantación de una renta básica universal movida por el principio de la solidaridad, estos últimos años se han lanzado otros argumentos al debate sobre la conveniencia de esta renta solidaria. Las grandes empresas tecnológicas, y de toda la industria en general, son conscientes del impacto que la digitalización y el avance imparable de la robótica, el Internet de las cosas y la inteligencia artificial están teniendo y tendrán cada vez más sobre el mercado del trabajo. Aunque es cierto que habrá nuevos empleos para nuevos especialistas, también es muy probable que no vuelva a haber trabajo para todos, o incluso que trabajar se acabe convirtiendo en un lujo. Si esta última hipótesis termina por ser la correcta, tendremos que resolver el dilema de qué hacer con los desempleados. ¿De qué vivirán quienes no trabajen? ¿Quiénes podrán consumir los productos de esta economía capitalista basada en el crecimiento? Ante esa situación, la renta universal se volverá imprescindible para mantener la economía, a la par que la cohesión social y la simple viabilidad de la humanidad tal como la conocemos. Pero resuelto el problema de la mera subsistencia, surgen otros no menos importantes. Los psicólogos recuerdan que le dinero no es el único beneficio que se obtiene con un empleo. También está la satisfacción personal por sentirse útil e integrado en la sociedad y la facilidad de acceso a relaciones sociales, imprescindibles para mantener la salud mental de las personas.

Me aventuro a lanzar la hipótesis de que, en un futuro, cuando la mayor parte del trabajo lo hagan las máquinas, los humanos no tendremos más remedio que dedicarnos a vivir y gestionar nuestro futuro a través de la investigación, la reflexión y el debate sobre la justicia y la moralidad, y la participación directa en la política y el proceso de toma de decisiones sobre todo lo que nos afecte.

Me gustaría pensar que ahí estaremos todos, y no solo las élites, mientras la inmensa mayoría de los ciudadanos se convierten en una especie de infrahumanos, como por cierto ya ha ocurrido cada vez que la humanidad ha dado un salto evolutivo como el que estamos viviendo ahora.

* Profesor de la UCO