En el trajeado colegio donde cursé mis primeros estudios, se presentaban a veces dos señores aún más trajeados. Al entrar en el aula, el profesor -cuyo traje había palidecido de repente- se apartaba a un rincón. Poco a poco aquellos dioscuros abrían las numerosas correas de sus maletines, demorándose teatralmente en cada hebilla. Al final, sin embargo, nada terrible salía de su interior, pues tales personajes no eran en realidad sino atribulados vendedores de álbumes que intentaban colocar su mercancía. Tras una prescindible charla sobre la belleza de ciertas catedrales o las maravillas del mundo natural, sorteaban entre nosotros un álbum con todos los cromos ya en su sitio. Minutos después el ganador mostraba su trofeo, entre aplausos donde la envidia se diluía en un sentimiento más difuso. Tardé años en averiguar cuál era ese sentimiento. Pena. Pues sospechaba que a ese compañero le había sido hurtado de golpe todo un porvenir de experiencias excitantes: estratégicos intercambios de cromos, arduas tasaciones sobre el valor relativo de cada uno de ellos, emoción al rasgar los sobres junto al kiosco... así como rabia al comprobar una vez más que el lince se resistía a ocupar su recuadro junto a la consabida pantera, que llevaba meses rugiendo en el suyo de puro aburrimiento.

Fuera ya del colegio, en el ancho mundo, con menos trajes aunque con más tribulaciones (casi tantas como las de un vendedor de álbumes), pronto descubrimos que las cosas allí no eran muy diferentes. También nuestras vidas han sido un laberinto de mustias panteras repetidas, de difíciles intercambios con personas de toda laya, de sobres vacíos y tardes sin emoción, y de vez en cuando -de vez en cuando- de algún cromo improbable que nos ha hecho enormemente felices. Es cierto que algunos huecos en blanco deslucen nuestro presente: carencias que no supimos cómo llenar, deseos que nunca se llegaron a cumplir. Lo lamentamos; pero nos regocijamos también de todo lo que, partiendo de una vida que era solo expectativa, a pesar de todo hemos logrado.

Tal vez, como padres, los miembros de mi generación no hemos aprendido esa lección tan importante. Con neurótico esmero, nos hemos obsesionado por evitar a nuestros hijos la menor frustración; por remover a su paso cualquier obstáculo que pudiera interponerse en sus caminos; por ofrecer a nuestros retoños un futuro ya resuelto desde el principio. No hemos advertido que lo que intentábamos hacer con todos esos desvelos era endosarles el álbum completo de una vida que no era la suya, de imponerles con la mejor intención -y la peor de las fortunas- un regalo envenenado.

* Escritor