Si poner a parir fuera un deporte, yo sería medallista olímpico, abanderado español y portada del Marca. No hablo de exabruptos ni vilezas. Hablo de ese cómplice referimiento doméstico, con buenas dosis de generosidad y riesgo. Yo asumo al criticar que la ruleta en algún momento me apuntará al corazón, que un día me ausentaré de la mesa camilla y entonces todos aprovecharán para criticarme a mí. Pago el precio con gusto. Un gran boxeador lo es por pegar y recibir. Alejad de mí a todos esos oradores encendidos que luego se indignan cuando el dardo les alcanza. Lengua de acero, pero mandíbula de cristal. Qué hermosa gimnasia es cuestionarlo todo, el remedo, la hipérbole y el chascarrillo insidioso. Solo los bárbaros son prudentes. Desconfío del que no bebe, del que no picotea antes del almuerzo y del que no vitupera. El lenguaje fue creado para la poesía y el fisgoneo, el resto es blanda prosa circunstancial. No son tiempos para el recato, sino para el exceso. El mundo es un tobogán. Ya hemos visto lo frágiles que son nuestros días, la arquitectura agrietada que nos cobija, lo incierto que es el amor. Ay, el amor, confinado y transparente. Como la tabla de Rose en Titanic: bien para uno, insuficiente para los dos.

Referir es sumergirse en nuestra realidad, tratar de entenderla antes de despellejarla. Por eso no entiendo cómo llaman deslealtad a cuestionar a los políticos en esta crisis. Por supuesto que hay que criticar al Gobierno con todo lo que está pasando. Faltaría más. Pedro Sánchez es un galán de película de sobremesa al que le está viniendo enorme esta superproducción de terror. A Pablo Iglesias le quedan grandes las chaquetas y el peso del Estado sobre sus hombros. Su ombligo es un agujero negro que engulle la poca luz que tiene a su alrededor. Y luego está la oposición, que transita entre el delirio castrense y la gélida estrategia electoral. Se están haciendo muchas cosas mal y se nos ve ir al trantrán; improvisando, descoordinados y erráticos. Hay que criticar a los líderes autonómicos, a los alcaldes y hasta al presidente del bloque, por respeto a quienes están sufriendo, por pura y salvaje ciudadanía. Fiscalizar y alzarse contra lo que hacen los demás no es, que no nos engañen, una irresponsabilidad. Justo al contrario: es un ejercicio de sensatez, de estar en el mundo. Otra cosa son las herramientas que usemos para tan noble deporte. Si para poner a parir necesitamos mentiras, manipulaciones y falsificaciones no estamos compitiendo con limpieza. Sólo somos una panda de dopados que quieren llegar primero sin importarles lo más mínimo el bien común, esa mágica idea del nosotros. Si para poner a parir manejamos datos, información veraz, argumentos y luego añadimos un poco de maldad y cierto coqueteo dialéctico; adelante con ello. Para eso estamos. Las mesas camillas son los modernos anfiteatros romanos. Alrededor de una mesa camilla está la vida, la tragedia, el suspirito ahogado, nuestra crudeza mundana. Músculo y fieras. Esperanza y muerte. Un nosotros bullicioso y feroz. Si en vez de largas mesas caoba los ministros se sentaran en pequeñas mesas camillas, con su faldón, su tapete y su brasero chuminero, a todos nos iría mejor.

No son tiempos mansos. Hay que poner a parir y hay que hacerlo con fineza, con lealtad y con cintura. Somos acróbatas en este mundo grisáceo e intramuros. Nos queda un universo por vivir. Dejemos a un lado el dócil lenguaje de los anestesiados. Arrojémonos a los placeres, huyamos hacia dentro. Critiquemos a los que mandan mucho y a los que no mandan nada. A reyes y a vecinas. A primas y consuegros. El referimiento endurece los glúteos más que hacer sentadillas o dar vueltas en chándal por la azotea. Pruébelo. Y no se ponga estupendo si alguna le cae a usted. En este deporte, los empates saben a victoria.

* Escritor