La actualidad descansa en su balsa de aceite, con una calma líquida. Parece que también los titulares pudieran derretirse con su letra de cirios, con su sombra de velas procesando al silencio. Ha sido interesante comprobar en las redes cómo la Semana Santa sigue excitando a los anticlericales. Hay gente que la necesita para ponerse en contra, como no podrían vivir sin que existiera eso que llaman heteropatriarcado, que al parecer se adapta a todo, o les faltaría tensión para despertar cada mañana. La causa de esta polarización comienza en la carencia de un discurso propio. O sea: necesito estar en contra de algo para justificarme desde mi púlpito y soltar mi primer mensaje del día en Facebook. Eso sí, no lo haré desde una posición independiente, verdaderamente crítica, sino desde la etiqueta que yo mismo, o misma, ya me habré colocado antes sobre el pecho, que me exige un compromiso mucho más ciego y fácil que la realidad objetiva. Y a partir de ese mantra, a repartir estopa. Con cualquier excusa, y una condición imprescindible: no decepcionar las expectativas de mis acólitos, la humareda de voces que me seguirán si no me salgo del lema propuesto. Una ruta que no admite matices, que encuentra su sentido en un extremo y ni contempla la posibilidad de escuchar el sentimiento de otras partes.

Sucede con todo, pero se vuelve excitación con la Semana Santa. Las posiciones intermedias, o moderadas, o pensantes, que hagan el esfuerzo de nadar entre las corrientes sin dejarse ahogar por ninguna, parecen sospechosas o extrañas y se ignoran, porque cuesta demasiado imaginar a gente dispuesta a comprender al otro, a tratar de entender sus razones, aunque no se compartan. Esto no es un estado de sitio, sino de talibanes que viven de las apariencias. Por ejemplo, lo visto con la Semana Santa en Facebook: si eres de izquierdas, feminista y anticapitalista, debes ser un crítico furibundo de la Semana Santa. Algunos --no todos-- así lo entienden y predican, aunque antes hayan dado pregones a la Virgen. Y eso ¿por qué? Luego, al otro lado, están los colectivos de las hermandades, que pueden ser igual de radicales, aunque al menos andan en lo suyo. ¿Y en medio? ¿No hay una tierra de nadie? Y si no la hubiera --siempre la hay: solo hay que buscarla con voz propia, aunque no nos jaleen, ni nos aplaudan, para encontrar la auténtica coherencia de ser uno, y no un montón de Likes--, ¿hace falta estar cada veinte minutos enlazando publicaciones para seguir fardando de aquello que se rechaza? ¿Tanta necesidad hay de mostrar --y demostrar-- una disidencia o una fe de converso? Seguramente sí: ante el espejo.

Se nos está olvidando convivir. Las redes nos han dado un griterío continuo, la estridencia de tonos, unas torres para sermonear. En Facebook hay predicadores que no han reconocido su vocación a tiempo, pero que no renuncian a decirnos cómo tenemos que ser en cada hora del día. Y algunos de los presuntamente progresistas exigen unas purezas que ni ellos mismos guardan, a poco que disecciones su pasado inmediato. Por eso los debates no son conversaciones, sino alineaciones directas en uno y otro bando, como si la realidad fuera un conflicto permanente en el que solamente puede quedar uno.

Vamos con una opinión que desea ser constructiva. Esta Semana Santa la carrera oficial ha sido más fría y húmeda, una Semana Santa de pulmonía al acecho en el Patio de los Naranjos, porque el río la impone con el agua en los huesos. Para empezar, no es práctica. Vas allí, te pones malo o buscas la casaca siberiana. Desde otro punto de vista, el estrangulamiento de calles alrededor de la Mezquita para poner unas sillas, además de una temeridad --por responsable que sea el plan de seguridad--, es un atentado contra la estética y la dignidad ciudadana, que se tropieza en la acera para darse de bruces con paneles que impedirán ver. Por mucho que haya guardias de chaqueta fluorescente ordenando el tráfico en el medio metro de ancho de acera de El Caballo Rojo a Santos, nadie puede parar ni mirar. Y andar es casi imposible. Creo que las hermandades tienen derecho a decidir sobre aquello en lo que ocupan su tiempo, su dinero y su afán; pero la calle, la ancha y caudalosa calle, es un espacio público que a todos nos concierne.

Esos paneles prácticamente opacos son clasismo: los que pueden observar y los que no. La carrera oficial no debe ser eso. Porque no se puede agredir el derecho más puro de la gente a pasear, a mirar y a vivir, o esta semana amenaza con volverse eterna.

* Escritor