Justo dentro de un mes comenzará una nueva campaña electoral, los ciudadanos estamos convocados a unas elecciones generales por segunda vez en este año, en medio hubo europeas y municipales. Muchas voces hablan de hartazgo, sin embargo votar no se puede considerar como un esfuerzo, es un derecho, que no se ejerce con alegría ni con tristeza, tampoco deberíamos acudir a ese recurso de participar con la nariz tapada, en realidad se trata de ir por sentido democrático, por compromiso ciudadano, y si tiene que ser por segunda vez en un año, pues iremos, peor sería un sistema político en el que no pudiéramos votar, cuestión de la cual sabemos suficiente los españoles. Por supuesto, el día de las elecciones no lo vivimos con la ilusión de las primeras veces. Baste con recordar el ambiente que reinaba allá por junio de 1977, cuando veníamos de una dictadura y de haber celebrado un referéndum (el de la Ley para la Reforma Política en 1976), después afrontamos una nueva consulta popular para aprobar la Constitución en 1978, unos meses después otra vez acudimos a elegir a nuestros representantes en el Congreso y el Senado en 1979, cuando se inició una legislatura que conoció a dos presidentes de Gobierno y que no culminó el periodo de cuatro años, pues se convocaron elecciones en octubre de 1982, aquellas que veían por primera vez una mayoría absoluta, en este caso de los socialistas.

A pesar de las expectativas que se abrían con el final de la dictadura, el establecimiento de un sistema constitucional y luego la victoria de un partido derrotado en la guerra civil, y cuyos militantes habían sufrido la represión y el exilio, todo eso parecía poco y pronto se puso de moda la palabra desencanto, que significa decepción o desilusión. Nunca entendí esa actitud, sobre todo porque no compartía una teórica condición de persona encantada con alguna opción política de las existentes entonces. Con lo que sí parecían estar muchos encantados fue con los años de crecimiento económico, con la prosperidad que siempre afecta a unos más que a otros, y al tiempo eso se traducía en una falta de autocrítica entre los gobernantes, bien los socialistas o bien los populares, en este caso a partir de mediados de los años 90. A veces estallaba la conciencia ciudadana, y en este sentido adquirió un valor relevante la protesta contra la intervención en Irak. Y luego, si nos permitimos un pequeño salto temporal, llegó la crisis, que acabó con la ilusión, con el encanto y con el desencanto, entonces surgió la indignación, y volvió a pasarme lo mismo, tampoco lo comprendí, tanto porque pienso que la condición de indignado tiene que ver con el estar, no con el ser, y sobre todo porque aparecían unas formas que no cuestionaban una forma de hacer política, sino al propio sistema democrático, ahí estaba esa caracterización de nuestro modelo constitucional como «régimen del 78» así como el grito de «No nos representan», que no sé si tendrán presente algunos de los que ahora ocupan un escaño, puesto que realizan idénticas tareas (no las califico) que los anteriores.

Repetir elecciones no es bueno, por el coste económico y porque en este mes habrá acontecimientos que España afrontaría en mejores condiciones si el ejecutivo no estuviera en funciones. Supongo que el 10-N habrá quien decida su voto en función de a quién considere responsable (mejor que culpable) de que volvamos a las urnas, aunque quizás esa cuestión no la podremos aclarar hasta dentro de un tiempo, pero en estos meses he recordado uno de los aforismos de Alcalá-Zamora en sus Pensamientos y reflexiones: «La coalición de fuerzas políticas incompatibles parece adición y es resta, o algo peor multiplicación con signo contrario, que da producto agrandado y negativo». Sin duda una operación como para perder el sueño.

* Historiador