En las Cortes Constituyentes de la II República hubo debates de altura, uno de ellos tuvo lugar el 19 de noviembre de 1931, cuando llegó a la Cámara el «Acta de acusación» contra Alfonso XIII, elaborada por la Comisión de Responsabilidades, acompañada de un voto particular de los diputados Royo Villanova y José Centeno. Por la primera se negaba la inviolabilidad del exrey, puesto que él mismo había destruido el orden constitucional, y se le acusaba de los delitos de lesa majestad y de rebelión militar, además se solicitaba que fuera condenado a «reclusión perpetua» si pisaba territorio nacional, así como que todos sus bienes quedaban incautados por el Estado. En el segundo se proponía hacerlo responsable del delito de alta traición, y condenarlo a extrañamiento perpetuo e inhabilitación para todo cargo público. Casi treinta páginas del Diario de Sesiones ocupó el debate, por tanto no podré hacer referencia aquí a todas las intervenciones.

Para explicar el contenido del dictamen intervino Ángel Galarza, que había sido fiscal general de la República entre abril y mayo, así como el penalista Eugenio González López, y en defensa del rey lo hicieron Álvaro de Figueroa, conde de Romanones, y José María Gil Robles. También puso reparos Ossorio y Gallardo, y a favor intervino, entre otros, Eduardo Ortega y Gasset. En la defensa del citado voto particular, se quedó solo Royo Villanova, pues Centeno se retiró. Al final intervino Niceto Alcalá-Zamora, para rebatir los argumentos de Romanones y de Gil Robles, así como para explicar el papel del gobierno cuando el 14 de abril se decidió que Alfonso XIII tenía que salir de España: «El señor conde de Romanones fue lo bastante sagaz para indicarme que el monarca pensaba salir por Portugal y yo lo bastante conocedor de él para creer que huía por otra parte» (salió por Cartagena). Muy duro fue con Gil Robles al explicarle por qué el propio rey había roto la inviolabilidad establecida en la Constitución de 1876. Aquel discurso le granjeó a don Niceto simpatías importantes para su elección como presidente de la República unos días después. La última intervención fue la de Azaña, presidente del Gobierno, quien proclamó que con la votación de las Cortes «se realiza la segunda proclamación de la República en España». Alfonso XIII fue condenado por alta traición, considerado fuera de la ley, degradado de todas sus dignidades, derechos y títulos e incautados sus bienes en beneficio del Estado. Se aprobó «por aclamación» entre vivas a la República.

Ahora, un nieto de Alfonso XIII podría ir a los tribunales, según determinen las investigaciones abiertas por la fiscalía del Tribunal Supremo. Algunas fuerzas políticas querrán convertir ese hecho en un juicio a la monarquía, lo cual, desde una posición inequívocamente republicana, me parece un error. Los actos del rey emérito, los cometidos tras su abdicación (al margen de las discusiones teóricas sobre su inviolabilidad), no deben conducir a un juicio político, porque no es el caso, no hay coincidencia con la responsabilidad que sí estaba muy clara en 1931. A la altura del siglo XXI, en los sistemas democráticos no se pueden defender los planteamientos republicanos desde un antimonarquismo visceral, quienes así lo hacen prestan un flaco favor a los valores republicanos, que siempre deben estar caracterizados por la racionalidad. No se es más republicano por referirse al rey como «ciudadano Borbón», ni tampoco por calificar nuestro sistema político como un «régimen borbónico», como se lee y se escucha a veces. Lo que vaya a pasar, pues, habría que dejarlo en el terreno de la justicia, sin interferencias políticas ni parlamentarias, porque si así fuera asistiríamos a un debate bronco, insustancial, que por desgracia se parecería muy poco al que hubo en 1931.

* Historiador