Donald Trump habita su escenario y nos invita a todas sus funciones principales. No podría vivir sin nosotros. Se planta cada día ante el espejo y abre su catálogo de horrores: hoy voy a abandonar el acuerdo sobre el clima de París, mañana me cargaré el acuerdo de libre comercio entre Europa y EEUU, trasladaré la Embajada estadounidense a Jerusalén o abandonaré el acuerdo nuclear con Irán. Porque yo soy así, porque me debo a mis miles, mis millones de fans a lo largo del mundo, que esperan cada día una bravuconada convertida en desastre mientras muestro a la cámara mi sonrisa naranja. Porque yo soy Trump, el hombre que desmenuzó el legado de Obama y después lo pisó. Cómo tiene que ser la convivencia de este hombre consigo mismo. Cómo tiene que ser despertar cada día dilucidando qué va a reventar esa mañana, qué pieza del ya castillo de naipes del Ejecutivo anterior va a triturar. Aunque la elección del verbo, dilucidar, me parece al escribirlo demasiada optimista, suponiendo que Trump pueda dilucidar algo, que haya un razonamiento; porque la impresión que destila es que se mueve a base de fogonazos, de impulsos de tweet y de odios atávicos y básicos, sobre todo muy básicos.

La política de acuerdos con Irán del Departamento de Estado de EEUU fue uno de los logros del Gobierno de Barak Obama. Como han dicho varios expertos, la decisión en sí está injustificada, porque esta región, de por sí peligrosa, gana en inestabilidad y deja a Estados Unidos aislado frente a una posible confrontación con Irán. Mediante el acuerdo, esa confrontación se había congelado. Los titulares esconden su verdad: la situación global se ha vuelto mucho más insegura. Pero este hombre anuncia en un discurso de apenas diez minutos que acaba de romper lo que otros tardaron meses en construir, esas negociaciones con Irán para frenar su desarrollo nuclear. El razonamiento --por llamarlo de alguna manera-- de Trump para justificar el abandono del pacto por parte de EEUU se basa en que mediante el acuerdo solo se retrasa la ambición del régimen de los ayatolás de desarrollar la bomba atómica. Pero ese retraso, en el mundo de hoy, era oro de vida. Además, con la actual Administración en la Casa Blanca no va a haber nuevo pacto: no porque Donald Trump solo acepte pactar consigo mismo, sino porque en Teherán, frente a cualquier nueva tentativa de sentarse a negociar, podrían preguntarse: ¿para qué vamos a perder el tiempo con una nueva reunión, con ninguna nueva propuesta, si quienes hoy la firman mañana pueden retirarse? Es uno de los efectos de este abandono de Trump: la deslegitimación inmediata de la palabra dada como argumento de negociación internacional, porque a partir de ahora ya nadie esperará que Estados Unidos cumpla sus compromisos previos si dependen del sentido de la responsabilidad de Trump.

No me gusta escribir de Donald Trump. Entre otras cosas, porque él se escribe solo. El hombre está ahí, únicamente basta con contemplarlo, en cualquiera de sus intervenciones, para apreciar su discurso y las carencias que parecen moverlo. Seguramente la mayor metáfora de la crisis sistémica y moral que estamos padeciendo sea la presidencia de Trump. El país de Kennedy, de Obama, el país de Emerson y Whitman, ahora tiene a Trump de presidente. No se puede escribir demasiado de Trump porque nadie como él podría encarnar mejor una caricatura, con la triste evidencia de que en su caso es real. Los humoristas con él deben pasarlo mal: más allá del chiste fácil de la imitación, como mucho pueden pintarse la cara de naranja y ponerse una peluca electrizada; pero nadie representa su medida, esa triste soberbia del vacío ni el neocapitalismo que rechaza toda concesión a la humanidad, mejor que el propio Trump.

Cuando lo veo en la televisión y me fijo en la expresión de su cara, en cómo frunce el ceño ante cualquier pregunta más sutil, en esa mirada de superioridad de alguien que solo es una cartera llena de billetes, me parece que es un clown en mitad de su representación: me parece que no es cierto, que nos lo están colando, que esto es una broma demasiado larga, una payasada con una cámara oculta para el resto del mundo, como si la política real continuara dentro de los despachos. Sin embargo, es verdad, y las consecuencias de sus actos también lo son. Está pidiendo una guerra a gritos: la necesita para continuar, porque está en caída libre en las encuestas. Y por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, en esta incierta función Europa se queda sola.

* Escritor