El punto crítico de cualquier ideología es el crear un conjunto de ideales y metas que sean capaces de modelar la existencia social. Tal característica conduce a un conflicto, dado que la promoción e imposición de una ideología se hace a expensas de otra. Promocionarla demanda un nuevo vocabulario.

Surge el grave problema si esa ideología está configurada sobre falsas virtudes, creencias parciales y distorsionadas que desenfocan la realidad. Hay una estrecha relación entre ideología y necesidad de dominio para poder imponer las ideas a toda la sociedad a través de los medios de comunicación y de la enseñanza.

Se necesita de hegemonía en democracia para imponer una ideología y se precisa de determinada narrativa para lograr hacer esa «verdad» auto evidente. Obviamente esa ideología se puede imponer democráticamente desde el Parlamento.

Así sucede en el Parlamento Rabadilla que en 1649 logró calificar al rey Carlos I, Estuardo, de «traidor, tirano y enemigo público de los Comunes de Inglaterra». En esa fecha Oliver Cromwell, jefe del gobierno, logró del Parlamento Rabadilla aquella democrática decisión y Carlos I fue decapitado el 30 de enero de 1649. Diez años más tarde murió de malaria Cromwell, líder de las fuerzas republicanas, y aquel Parlamento entró en descomposición de modo que en 1660 aquella misma institución, ahora con mayoría «realista» democráticamente invitó al hijo de Carlos I a ocupar el trono como Carlos II. Solo habían transcurrido once años de la decapitación de su padre. Democráticamente el Parlamento Rabadilla acordó exhumar el cadáver de Oliver Cromwell, lo ahorcó y lo decapitó.

Este es el típico caso de esas ideologías que se imponen democráticamente para más tarde ser derogadas y definidas, también democráticamente, en este relato trágicamente en sentido contrario

Jose Luis Rodríguez Zapatero democráticamente consiguió aprobar la ley de Memoria Histórica (BOE 3-4-2007). Diez años más tarde el Parlamento de Andalucía desarrolló aquella ley con otra ley a la que epitetó «democrática» (BOJA 3-4-2017). Y en el marco de esa ley andaluza el Ayuntamiento de Córdoba decidió dañar la memoria de algunos cordobeses descolgándolos del callejero.

Así se consiguió, mediante el dominio de Parlamentos, la imposición de unas ideas.

Ahora no se han necesitado diez años, como sucediera en el Parlamento Rabadilla, para imponer otro modo de pensar. Quizás no se precise de un año para reponer el nombre de Cañero a una plaza, también democráticamente, porque el tercer poder de esta democracia no ha actuado como historiador sino como intérprete de la ley y ha decidido se reponga ese nombre en la plaza. Cañero está en el lenguaje común de los vecinos.

A Cromwell le fue difícil constituir la Comisión que dictaminó que Carlos I era traidor, tirano y enemigo público de los Comunes. Luego le costó mucho esfuerzo que el dictamen se firmara porque muchos miembros de la Comisión se negaron a hacerlo después de haberlo aprobado.

Ahora, tras ésta decisión judicial que no ha encontrado razón para descolgar a Cañero, unos anuncian que la recurrirán y otros la ejecutarán. Así que los tres poderes democráticos en danza.

Todo esto es consecuente a la imposición democrática pero a «capa y espada» y al deseo de avasallar desde el dominio de una Cámara.

En estos tiempos no se debería ni decapitar a Carlos I ni exhumar a Cromwell para colgar su cadáver.

* Catedrático Emérito de la Universidad de Córdoba