Nunca cupo la luz dentro de las sombras. La oscuridad succiona la blancura, lo celeste y diáfano, el aire cristalino. Nuestro país es un agujero negro, un ominoso y sucio sumidero, sobre todo en el campo virtual de la política, que succiona la luz de las grandes cualidades (honradez, dignidad, vergüenza, sencillez...) que en otro tiempo albergaron, aunque no siempre, los gerifaltes que nos gobernaban. Uno mira a la izquierda, al centro, a la derecha, arriba y abajo, hacia adelante y hacia atrás, intentando ver una brizna de coherencia, de respeto moral, de integridad y decoro, de humildad y decencia, en quienes dicen manejar el timón que conduce el barco de esta patria con el corazón herido, agusanado, por la miseria moral y la barbarie, pero nada titila, ni siquiera una llamita de vela encendida, al final del negro túnel.

El desaliento nos muerde las entrañas cada vez que encendemos el televisor y observamos atónitos un paisaje desolado donde campan a sus anchas la inmoralidad gratuita y la indecencia más torva y torticera. Los últimos hechos protagonizados por algunos políticos de esta patria agusanada dan muy pocos motivos para la esperanza en ese país puramente horizontal, de justicia social, igualdad y fraternidad, limpio de próceres ególatras y corruptos, con el que soñamos desde hace mucho tiempo y que por desgracia no esperamos ver, si tenemos en cuenta cómo se encuentra el patio social y político de este pudridero. Lo del máster fantasma ha sido la puntilla para sumirme en ese grávido desánimo que pesa en mi alma como un iceberg de plomo. Uno no entiende ni acepta, por supuesto, que algunas personas se atrevan a mentir y a imponer la indecencia absoluta de sus actos sonriendo, además, bobaliconamente, haciéndose víctimas en mitad del gran naufragio que han provocado ellas mismas torpemente. La realidad más objetiva y nítida debería acabar imponiendo su verdad, pero lo malo aquí es que los corruptos, los más indecentes, viles y mentirosos, siempre son amparados por los miembros de su tribu y por la legión anónima de acólitos que los votan y apoyan de una manera ciega. Los lobos y las hienas saben guarecerse en el umbrío interior de la manada. Lo peor, además, es que ahora los corruptos, los que han de ser perseguidos por la ley, los que hace no mucho hundieron enormes bancos robando a sus anchas miserablemente, hundiendo a los frágiles en un endémico abandono de carácter económico difícil de salvar, declaran ser víctimas de conspiraciones por parte de instituciones nacionales que ellos mismos enturbiaron en sus días de gloria, cuando detentaron un fáctico poder de tipo económico absoluto e ilimitado.

Da asco observarlos en el televisor queriendo mostrar su inocencia derrumbada, aniquilada y hundida por el vértigo de sus latrocinios inmundos e inmorales. Pero los suyos, afines a sus ideas, los apoyan, no obstante, e intentan argumentar una realidad que no tiene argumentos ante aquellos inocentes, incultos o inmorales, que acabarán entregándoles su apoyo. Cuando uno era niño creía que en este mundo de alguna manera podía caber el cielo; miraba el amor de los campos, la ternura de un verdor prodigioso fundiéndose a lo lejos, en el punto de luz donde acaba el horizonte, con el azul más puro de la tierra. Luego, en la adolescencia, uno sentía que el mundo cabía en el interior de un beso a la chica más atractiva de tu barrio. En la juventud pensabas que es posible cambiar este mundo y hacerlo más diáfano, más igualitario y justo, combatiendo contra los tiranos e infames dictadores a través de la paz y el poder de la palabra. En la madurez aún creías que el amor y la justicia social eran posibles apoyando políticas que fomentaban un mundo desprovisto de clases y élites económicas. Ahora, cuando se aproxima la vejez como una terca alimaña en la espesura de los años perdidos, ágiles, veloces, uno cree en pocas cosas que no sean la ternura y el amor que concedes a los seres de tu ámbito más entrañable, cercano y familiar. Pero uno no cree ya en ideologías que nadie jamás llevará a la práctica. Miras a tu alrededor y no ves paz, ni justicia, ni amor, ni ternura solidaria, sino el rostro sombrío y grotesco de un país gobernado por la estulticia y la mentira, la corrupción, y el olvido miserable con que el capitalismo premia al pobre. Lo peor es que nos hemos acostumbrado a esto, a la sucia mentira de quienes nos gobiernan promoviendo el estado umbrío de un país donde no queda ya ni una brizna de esperanza en ese cambio ético y social que, antaño, de jóvenes, habíamos anhelado.

* Escritor