Por fin llegó el día. Desde hoy y hasta el próximo 18, si el coronavirus no lo impide, tendremos Festival de Patios; el mismo -pero muy distinto, ay- que no pudo celebrarse en la primera ola de la pandemia y que arranca ahora, en la segunda, metido con calzador y plagado de incertidumbres y controles, como todo en esta época triste en que nada es lo que era. Viviremos una especie de primavera en otoño, y aunque las macetas no ofrecerán el esplendor de mayo, habrá que consolarse pensando que, con menos flores, más fresco y sin concurso, esta será una edición parecida a la de diciembre, aunque sin anís y mantecados. De hecho, a pesar del «riesgo moderado» con que la Junta ha calificado ambiguamente la celebración, el Ayuntamiento tiene previsto para el peor de los supuestos -es decir, que la seguridad sanitaria obligara a la cancelación- recolocar de nuevo la fiesta entre el 10 y el 20 de diciembre. Dios no quiera que eso suceda, pues sería señal de que las cosas se habrán puesto mucho más feas de lo que ya están; pero si ocurriera, haciendo de tripas corazón, habría que tomárselo como el anticipo navideño de una Navidad sin Navidad, porque sabemos desde hace semanas que no habrá espectáculo de luces en el centro ni cabalgata de Reyes. Se suprimen, a costa de desilusionarnos aún más en un año lleno de decepciones y pérdidas, para evitar aglomeraciones y, con ellas, el peligro de contagio.

Un argumento sensato que, sin embargo, se relativiza en el caso de los patios, si bien es cierto que esta vez las visitas estarán rodeadas de tantas y tan sofisticadas medidas preventivas que, como contaba Araceli R. Arjona en este periódico, va a parecer un asunto de ciencia ficción. En el Alcázar Viejo, la zona de mayor concurrencia -o al menos lo ha sido mientras los turistas acudían en masa a visitar sus patios, al lado de la Mezquita-, se controlará la afluencia de público con drones, mientras en los recintos se han instalado sensores que darán cuenta del aforo en tiempo real. Se dispondrá de un servicio sanitario itinerante (en bici), una ambulancia y dos puestos de socorro; la Policía Local estará al quite ante posibles botellones; no habrá comida ni bebida callejeras; tampoco aseos portátiles y, por no haber, ni siquiera actuarán los grupos folclóricos que añadían música y color popular. Se prevén cortes de tráfico si se alargan las colas y 51 controladores, uno por cada patio, vuelven no solo para poner orden en las filas sino para asegurarse de que todo el mundo lleva la mascarilla -prohibido quitársela para la foto-, respeta los dos metros de distancia, se toma la temperatura y se embadurna las manos con el gel hidroalcohólico antes de entrar al patio, donde puede permanecer hasta un cuarto de hora.

Esto del cuarto de hora, suficiente para disfrutar el espacio con tranquilidad y hasta para aprendérselo de memoria, da que pensar. Desde luego a ese ritmo las colas largas están garantizadas, y el soponcio de los cuidadores también. Salvo que, como tampoco se descarta -lo que sería contrario a tanta prevención frente a multitudes- el público sea cortito y local, como en los viejos tiempos; y si acaso algo más variado en un puente del Pilar huérfano de madrileños, ahora confinados. De ser así, se habrá perdido la ocasión de remontar unos datos turísticos nefastos desde la aparición del covid-19, razón de todo este esfuerzo junto a la de que no decaiga esa esencia de Córdoba que es Patrimonio de la Humanidad. A cambio, se ganaría en tranquilidad. ¡Ah, el turismo! Ni contigo ni sin ti.