Decía el matemático y meteorólogo Lewis Fray Richardson que para saber el tiempo que iba a hacer al día siguiente necesitaría un estadio entero de personas haciendo cálculos matemáticos. Me acordaba de él estos días en que todo el mundo quiere saber qué tiempo hará en Semana Santa. Al parecer, cada vez son más los que esperan al último minuto para reservar sus vacaciones, siguiendo los dictados de los meteorólogos como si fueran los de un oráculo. Y acaso lo sean: oráculos de última generación, cuya función principal es librar a la gente de tomar decisiones por sí misma. Sus pronósticos se basan en un complejo sistema de cálculos y mediciones realizado por ordenador, y eso nos encanta, nos genera confianza. A pesar de todo, sigue habiendo fenómenos imprevisibles. Por mucho que calculemos y que avancen las máquinas, sigue siendo muy difícil saber si habrá tormenta el sábado o a qué cota va a nevar. La ciencia ha avanzado mucho y permite mayores aciertos en el pronóstico, pero los seres humanos estamos donde siempre: queremos saberlo todo de aquello que no podemos saber.

Una vez me leyeron el futuro a través de las cartas del tarot. La supuesta adivina me dijo que podía formular una pregunta, la que más me interesara sobre mi futuro. Pregunté en qué año iba a morir. La adivina se asustó, pero me dio una respuesta. Equivocada. Lo sé porque hace más de una década que quedó atrás y yo sigo aquí, viva, coleando, y escribiendo columnas. Por aquel entonces, cuando formulé la pregunta, me parecía que saber la fecha de mi muerte me daba una ventaja increíble. Hoy lo veo de otro modo. Hoy veo ventajoso no saber ciertas cosas. Por eso miro lo justo los pronósticos del tiempo, las encuestas electorales o los horóscopos. No saber si va a diluviar en Semana Santa o si voy a morirme el año que viene es maravilloso. Y también hacer planes mientras tanto, pensando que puede salir todo mal, pero procurando por mis medios que, mientras tanto, todo vaya bien. Carpe diem de última generación.

* Escritora