El ser humano siempre ha querido volar. En el pasado, el mitológico Dédalo, Abbás Ibn Firnás o Leonardo da Vinci pusieron su inteligencia al servicio del sempiterno deseo de surcar los cielos. Hoy nuestros políticos cumplen sus sueños aeronáuticos gracias a ellos... y a los sufridos contribuyentes.

Alfonso Guerra --ahora convertido en hombre de Estado por aquello de que otros vendrán que bueno te harán-- fue el pionero en descubrir la erótica aérea del poder, y no dudó en recurrir a un avión de las Fuerzas Armadas para evitar un atasco de tráfico a la vuelta de sus vacaciones. El adusto Aznar sacaba los pies del tiesto (tras bajarlos de la mesa) disponiendo sin recato de aviones y helicópteros en los que acudía a los mítines de su partido. Rodríguez Zapatero aprovechó su paso por el Gobierno para, además de asolar España, estrechar vínculos familiares yendo de compras a Londres con las niñas en un avión oficial. También voló a Berlín para oír cantar a Sonsoles, pero no creo que a éste pudiera llamársele un viaje de placer. Cuentan que Mariano Rajoy reforzaba el catering del Airbus con jamón ibérico de bellota y extra de whisky, en lo que sin duda es la más inteligente de las decisiones tomadas en sus siete años de gobierno. Pero este epidémico gusto por las alturas ha alcanzado cotas inimaginables con nuestro perpetuo presidente del Gobierno en funciones. Recién aterrizado en la Moncloa, Pedro Sánchez ordenó llenar de queroseno el depósito del Falcon, y aún no se ha bajado de él. Una romántica velada musical con Begoña en Benicasim, la boda del cuñado en un pueblo de La Rioja, o largas vacaciones en Doñana han sido algunos de los compromisos de Estado atendidos gracias a la flota aérea presidencial. Un despistado grupo ecologista manifestó una tibia protesta por lo contaminante de tanto ir y venir, pero se retractó coincidiendo con la concesión de una sustanciosa subvención. Otros resentidos le reprocharon el coste de sus viajes, pero desde que un organismo paradójicamente denominado «Consejo de Transparencia y Buen Gobierno» tasó el precio de un vuelo en 283 euros (¡tiembla Ryanair!) todo ha vuelto a la normalidad.

Como buen trotamundos, Pedro nos regala postales de sus viajes, y es frecuente verlo en retocadas fotografías ataviado con indumentaria ochentera oteando el horizonte desde las alturas. Su narcisismo es incorregible. Mi cinéfila amiga Carmina anda enamorada de él, y dice con insistencia que bajo esas gafas de aviador se esconde un clon de Tom Cruise en la película Top Gun. No estoy de acuerdo. El actor americano no camina como John Travolta en Fiebre del sábado noche.

Volar no resulta inocuo, y parece que los gobernantes esperan a estar bajo el influjo del mal de altura o del jet lag para tomar decisiones. En noviembre volveremos a las urnas. Algunos están en las nubes.

* Abogado