Ni el capitalismo ni los pueblos chicos están hechos para las noches de invierno. Era en febrero de la Perestroika, aquel año que el capitalismo auténtico se atrevió a abrir el primer McDonald’s en Moscú (cerrado luego en 2014), cuando Gorbachov empezó desde el Kremlin con la glasnost --apertura hacia los medios de comunicación-- la disolución de la URSS y Boris Yeltsin, después de emborracharse en Córdoba el mismo año, 1990, alcanzó la presidencia de la Federación Rusa en diciembre del 91. Con camisetas de invierno de triple pelo y gorro ruso hasta los ojos, aquel febrero de continua nieve en Moscú y Leningrado (antes de volver a llamarse San Petersburgo en septiembre de 1991) era un espacio nocturno sin locales en los bajos de los edificios, con lo que las dos famosas ciudades solo invitaban a los forasteros a irse a algún hotel a tomarse algo. Españoles que siempre habíamos visto que la planta baja de los edificios de todas las ciudades, al menos en sus centros, eran locales que por las noches se iluminaban y construían entornos que te convencían porque rompían cualquier atisbo de soledad. Rusia, sin embargo, que tenía estancos y supermercados en la Plaza Roja, junto al Kremlin, cuyos productos valían tan poco que los podías comprar todos con un billete nada exagerado, era por las noches, en sus aceras, una ausencia de vida y de perpetuidad porque no había bajos iluminados con luces de neón. Solo los hoteles, con visado para vivir otra vida, vendían globalidad. Cuando volví a España y ví que las noches de invierno en los pueblos pequeños se parecían a las de Moscú y Leningrado en su soledad y ausencia de estímulos, entendí que era la falta de establecimientos abiertos e iluminados lo que borraba las diferencias entre los distintos sistemas económicos: el socialismo ruso y el capitalismo salvaje sin espacios comerciales iluminados y abiertos en la noche serían el mismo invierno de soledad en los pueblos. Porque en los inviernos de los pueblos, aunque sean todavía otoño, vestir el belén y ensayar villancicos, dime niño de quién eres, el camino que lleva a Belén, para la Nochebuena es, quizá, la esencia de la existencia y te puede elevar a los cielos. Pero esa oscuridad de las cinco y pico de la tarde, que al cabo de una hora crece porque cierran los comercios, es una soledad que, como en Moscú y Leningrado en aquellos años de la Perestroika invitaba a los hoteles, aquí lo hace a los bares. Porque ni el capitalismo, ni aquel socialismo de la URSS, ni los pueblos chicos están hechos para las noches de invierno. A no ser las de Nochebuena.