El viernes 16 de octubre amaneció con la muerte de José Rebollo. La noticia terrible fue extendiéndose entre los abogados-su colegio primero, la abogacía española después, toda Córdoba en un temblor desde entonces que dura y debe durar-, que a esa hora estábamos, como siempre, en las filas de nuestro ejército invisible. Trabajando. Corrigiendo un escrito, pensando sobre una ley, informando en sala, interrogando, negociando, mediando, meciendo la toga sobre un pasillo. Las muertes de aquellos que deberían vivir mil años asolan a los supervivientes. Rebollo era señorial, brillante y poco obsesionado con el Derecho. El único modo de someter una disciplina con la fuerza con la que él lo hizo es salir del despacho y entrar en una librería, un teatro o un cine. Llevaba afilada la inteligencia para asestar en los temas el golpe preciso y era generoso con el conocimiento y el reconocimiento, signo por lo demás de un caballero.

Él, que reunía virtudes de gigante en las que atrincherarse-la inteligencia, la elocuencia, la fuerza-, era un entusiasta de las virtudes pequeñas: la cortesía, la humildad, el buen humor. Es bueno tener la fuerza de un gigante, pero es triste usarla como un gigante. Era penalista y maestro de penalistas. Los penalistas nos dedicamos a jerarquizar el mal, contando las puntadas de cada costura de infierno. Ese acercar la vista se entiende mal por los que miran desde lejos, porque la distancia hace que todo parezca igual. Entender el porqué de una garantía o la injusticia de muchos castigos exige alucinar los ojos y llorar, exige humildarse y reducirse, hasta detectar los muchos átomos de ino-cencia que componen la culpabilidad. Es un saber noble y terminal, una tecnología que va pereciendo: defendemos garantías que hoy no se aprobarían, límites que incomodan y cuya derogación (para los demás) se pide arrogantemente -así nace la barbarie-.

La noticia me pilló de camino a prisión. Hay una abogacía lucida, en la que la libertad estalla como una salva gloriosa, y otra que consiste en dar consuelo y esperanza. La toga es negra porque a menudo es un luto. Uno va atravesando, en soledad, puertas que se abren a distancia, por turnos, hasta llegar a la última pared libre. La arquitectura de la prisión es convincente: escapar es imposible. Corredores insalvables, atalayas, cámaras, alambradas altas como un bloque de pisos. Al llegar al patio, seguí el contorno de concertinas gruesas y retorcidas que se extienden, haciendo espirales, sobre las alambradas. Y lo vi: los pájaros han construido sus nidos dentro de las concertinas, y desde ellas cantan y vuelan y son libres. En el corazón del castigo, la esperanza.

Al final del día, una amiga, discípula directa de Rebollo, me llamó para debatir brevemente un dilema moral que le planteaba un asunto. Hablamos un rato, y quise decirle: sé el nido en la concertina. Pero no me habría entendido en ese momento. Le dije exactamente lo mismo: haz lo que habría hecho Pepe.

Qué privilegio saber lo que eso significa.

* Abogado