Llenan de amor mi casa. Apagan su soledad y todos sus silencios. Los siento en cuanto llego de la calle, abro la puerta y aparecen al fondo, desde la cocina, en la luz de la ventana, como si estuviesen leyendo algo completamente desconocido para mí. Son siempre mi otoño en primavera. Me besan con un aroma de pezones, que acaba recordándome a la tibieza de las almendras en octubre. Son como labios blancos que me cierran los ojos y me llevan a la pureza del amor, donde siempre palpita la verdad de la inocencia. Los siento en el comedor. Me sonríen con la luz azul del mediodía, en el sofá, como si se extendieran a todo lo largo de él para descansar y escuchar mis pensamientos. Son como dos ojos de miel atravesada por el sol de la mañana. A veces se quedan pensativos mirando al infinito. Son como brazos que me abrazan. A veces me susurran palabras de amor, y me traen algún pasaje de la Divina Comedia. ¡Tantos bellos versos maravillosos, que me emocionan, que me acompañan! Me hago la ilusión de escucharlos en la voz de una mujer enamorada: «Amor, ch´al cor gentil ratto s´apprende» (Amor, que en nobles corazones prende). Yo sonrío. Aprendo más y más ternura. Soy infinitamente feliz, porque en ese instante estoy fuera del tiempo, y el amor y yo estamos juntos para siempre. Y me siento lleno de libertad, como mi casa hasta su último rincón, como mi vida hasta su más dulce esperanza. Siento que el corazón corre adolescente. Tengo quince años y un septiembre inacabable. Mi alegría tiembla en la tristeza de poder ser abandonado, y viene a mi alma el miedo de que mis nardos se sequen y no vuelvan a llenar de amor mi casa y mi existencia. Pero yo los renuevo. Les pongo agua limpia. Forman un cielo de caricias. Abren sus pétalos ante el espejo. Llenan la mañana hasta la noche. Y en el insomnio desolado de la madrugada, los sueño extendidos en la cama besando la almohada, llenándola de lágrimas y risas. Los imagino en el jarrón. Veo su pudor en la oscuridad. Su blancura está siempre abierta a la luna de estas noches. Unos dedos tiemblan al ir a cogerlos, temiendo estropear su aroma. Solo se atreven a rozarlos en una leve caricia, como si pasasen un aceite de naranjas por la piel de un enamorado. Septiembre me llena el alma con promesas de frutos en sazón.H

* Escritor