Según el último informe de la Agencia de las Naciones Unidas para las Migraciones (International Organization for Migration) en el mundo se estima que hubo en el año 2015, último año con datos fiables, unos 244 millones de personas migrantes, lo que supone un 3,3% de la población mundial. De estos 244 millones, 70 millones están en países de Europa (con 12 millones en Alemania), otros 70 millones en Asia, 46,6 millones en los Estados Unidos, 28 en Australia, 9 en Canadá, etc. Una parte de la población mundial, pequeña pero significativa, vive en un país que no es en el que nació. Y aunque, principalmente, lo hace dentro de su continente, de su región, a un país fronterizo con el propio, hay una parte significativa de migraciones que se producen entre continentes y países lejanos.

La causa principal de los flujos migratorios es económica, es decir, la gente emigra en búsqueda de unas oportunidades laborales y de renta que no son posibles de alcanzar en el país de origen. Emigrar es, entonces, y así se viene estudiando desde hace más de un siglo, una decisión racional similar a la de realizar una inversión: la probabilidad de que una persona emigre es tanto mayor cuanto mayor sea la diferencia de expectativa de bienestar (diferencias de salarios, de condiciones laborales, de acceso a bienes públicos) y tanto menor sea el coste de inmigrar e instalarse (coste del viaje, facilidades de instalación, conocimiento del idioma o la cultura, disponibilidad de contactos para acceder al mercado de trabajo, etc.). Por eso la mayoría de las migraciones se realizan en la misma región. Así, en América Latina, la mayoría de las migraciones son entre países fronterizos, por ejemplo, los bolivianos y paraguayos a la Argentina, los nicaragüenses a Costa Rica, los venezolanos a Colombia, y son fundamentalmente los mexicanos y caribeños los que emigran a los Estados Unidos, porque la diferencia entre coste y rendimiento es mayor. Y otro tanto ocurre en África: de los 32 millones de emigrantes que tiene África, 16 millones emigraron dentro del continente, fundamentalmente a Sudáfrica. O en Asia: 59 millones de inmigrantes en el continente, básicamente a Japón, Corea y Tailandia.

Una migración intercontinental solo merece la pena si las diferencias de renta son altas (por encima de 10 veces la renta de origen) y los costes de instalación pequeños (conocimiento del idioma, contactos) de ahí la importancia de la «primera oleada» de inmigrantes: si éstos se instalan y logran un «nicho del mercado» laboral, el flujo de personas del mismo origen se incrementa significativamente. Es el caso de los chinos en Estados Unidos, de los argelinos en Francia, de los turcos en Alemania, de los latinoamericanos en España, de los filipinos en Oriente Próximo, etc.

Teniendo esto en cuenta lo anterior podemos afirmar que los flujos migratorios entre África y Europa, acuerde lo que acuerde la Unión Europea, seguirán siendo importantes y crecientes, como lo serán, a pesar del presidente Trump, entre Estados Unidos y Latinoamérica. Y para ello basta con tener en cuenta unos simples datos: la renta per capita norteamericana es 7 veces más alta que la mexicana, 13 veces la salvadoreña o guatemalteca y 24 veces la hondureña. Mientras que la renta per capita alemana es 19 veces la renta nigeriana y entre 53 y 60 veces la de Mali, Mauritania, República Centroafricana o Chad. Y la gente de estos países lo sabe por la televisión, por internet, por los inmigrantes de «primera oleada». Por eso, ni un muro, ni un desierto, ni un mar, pueden parar las migraciones, ni hay política de fuerza que las ordene.

Si de verdad se quieren ordenar los flujos migratorios, la solución no son más Centros de Internamiento de Extranjeros, ni más declaraciones grandilocuentes ridículas, sino una política de desarrollo global que implique una reducción de la desigualdad. En otras palabras, y es un guiño para economistas, un keynesianismo global, pues el otro tiene límites.

* Profesor de Política Económica. Universidad Loyola.